En carta publicada en el diario El Mercurio, el académico de número reflexiona sobre la eutanasia.
A propósito de los debates sobre la materia, ¿no habría que distinguir, en el caso de enfermos sin cura y víctimas de limitaciones y padecimientos insoportables, entre suicidio (por la propia mano), suicidio asistido (con colaboración pedida a un tercero) y eutanasia propiamente tal (solicitada a un médico, enfermera o personal sanitario en general)?
En el primer caso no puede haber sanción penal, puesto que no hay nadie a quien castigar, pero sabemos que hasta no hace mucho el Derecho castigaba el intento de suicidio y se inmiscuía en los derechos de herencia de los suicidas, mientras que la sociedad reprobaba fuertemente a los suicidas y a su familias y algunas religiones se negaban a darles sepultura en tierra bendecida. Hasta el siglo XIX, en Londres se enterraba a los suicidas con una pesada piedra sobre el rostro para impedirles que se levantaran y salieran a perturbar a los vivientes.
Si la humanidad fue capaz de progresar en ese sentido, pasando de la condena a la indulgencia o, cuando menos, a la suspensión del juicio ante el intento o la consumación del suicidio, ¿no será ya el momento de que el Derecho desista de castigar a quien colabora al suicidio y muerte de quien ha pedido esta de manera seria, reiterada y consciente, en el entendido de que se pruebe que ese tercero ha actuado movido exclusivamente por razones humanitarias?
El tercer paso, el de la intervención de un médico u otro personal sanitario, la cosa se ve más difícil, aunque los propios médicos están divididos entre aprobar o rechazar la eutanasia, lo cual abre la posibilidad de que, algún día, acabe imponiéndose el punto de vista de quienes la aceptan. Entre tanto, y en caso de ser aprobada la eutanasia, los médicos que la reprueban podrán invocar siempre la objeción de conciencia y abstenerse de colaborar a la muerte de un paciente, ojalá por decisión personal de cada uno y no por la determinación del dueño de la clínica en que trabajan.