El académico de número reflexiona sobre la figura de la política venezolana, María Corina Machado, en su columna del diario Estrategia.
Hace algunas décadas, Venezuela era un país próspero y se ubicaba a la cabeza de los países latinoamericanos en materia de estabilidad económica, crecimiento y exportaciones. Se le consideraba un país muy atractivo para la inversión, y no solamente en la industria petrolera sino en varios sectores económicos beneficiados por un ambiente de estabilidad, adecuada conducción de los asuntos económicos, especialmente por un sector público dominado por estabilidad y visión de futuro. Era, posiblemente, el país latinoamericano que podía saltar al mundo desarrollado en un plazo de tiempo acotado. Sus universidades se distinguían por una investigación sólida y relevante, aprovechando su cercanía con los EE.UU. y sus históricas relaciones con Europa. Todo eso, conjuntamente con un aparato educacional bien consolidado, con una buena educación pública, le constituía en un país que también progresaba en materia distributiva, a pesar de una todavía marcada desigualdad. El crecimiento permitía observar con esperanzas ese marco de desarrollo humano que le permitiría acceder con propiedad al mundo del desarrollo.
Pero vino la noche, de manos del populismo. Explotó los problemas que prevalecían, especialmente en lo social, pese a los progresos que se habían observado. Se redujo el problema a la necesidad de un cambio en el marco político, con un discurso atrayente sobre la base de plataformas económicas inviables. Se reformó el marco político para dar salida más expedita al proyecto de socialismo construido sobre bases ideológicas, más sin habida consideración de la realidad económica concreta que existía en el país. Poco a poco la contradicción entre ideología y realidad, edificada sobre la base de discursos de inspiración populista capaces de atraer a los más modestos, se fue haciendo evidente.