El académico de número reflexiona sobre la divulgación de audios de una conversación de la canciller Antonia Urrejola con sus asesores en su columna del diario El Mercurio.
Sí, es cierto. Hay pocas conversaciones que se hacen entre cercanos que soporten su difusión pública. Lo que se dice al abrigo de un intercambio y lejos de miradas y oídos ajenos suele sonar mal cuando se pone en altavoz.
Es cierto.
Pero si lo que se dice, la informalidad con que se habla, la domesticidad del debate es relativo a un asunto de Estado, una cuestión que involucra las relaciones diplomáticas, entonces oírlo causa algo de pudor. Es lo que acaba de ocurrir con la divulgación de esos audios en los que consta una conversación de la canciller Antonia Urrejola con sus asesores y asesoras. Es tal la liviandad del debate, tan pueriles las observaciones, tan pobre el vocabulario, tan lleno de lugares comunes lo que se dice o se insinúa, tan corriente, tan salpicado de medios garabatos, que el oyente se pregunta, con algo de estupor, si es en eso que consiste el manejo del Estado, si era eso lo que ocurre cotidianamente en las altas esferas.
Se sabía que la diplomacia era el arte del disimulo y la hipocresía, se sabía que suele ser un baile de máscaras o, como dice en uno de sus pasajes Shakespeare (aunque lo dice a propósito de otra cosa) que allí la sonrisa de todos, de todas, está llena de cuchillos; pero lo que no se sabía, y por eso sorprende, o se sabía o se sospechaba pero se abrigaba la esperanza de que las cosas fueran distintas, era que las decisiones diplomáticas o de política exterior estuvieran fundadas en deliberaciones, por llamarlas generosamente así, frente a las cuales cualquier conversación de sobremesa resulta profunda y elevada.