El académico de número reflexiona sobre el uso del lenguaje en el ámbito político en su columna de El Mercurio.
Una de las mejores páginas de Ortega y Gasset se encuentra en uno de sus ensayos sobre la traducción. Allí sugiere que uno de los prejuicios más arraigados de los seres humanos es la creencia “de que hablando nos entendemos”. Pero la verdad, observa, es que nos entendemos gracias no a las palabras, sino más bien al hecho de que compartimos un conjunto de creencias o de conocimientos mudos gracias a los cuales las palabras significan.
Por eso cuando las palabras ya no significan, o su significado debe hacerse explícito, o debe estipularse uno, es que algo grave está ocurriendo en la vida social.
Un par de situaciones recientes en la política chilena lo muestran.
Un buen ejemplo de lo anterior se encuentra en el incidente de esta semana (no se lo puede llamar de otra manera, puesto que una entrevista no fue) en que se vio involuntariamente envuelto el subsecretario Cordero. Movido por el razonable deseo de poner orden en el asunto de Monsalve, ha insistido en que no ha habido contradicción ni inconsistencia en el Gobierno y en especial de la ministra Tohá, cuando esta última declaró que había sostenido conversaciones con Monsalve recién el jueves 17, reconociendo, sin embargo, más tarde, que se había comunicado con él la noche del 15 de octubre para hacerle saber que la PDI lo requería en una diligencia. Como es obvio, lo que esos hechos muestran es que el Gobierno sabía de las graves acusaciones contra Monsalve al menos días antes de que La Segunda las hiciera públicas, y lo que también es obvio es que en ese lapso el subsecretario Monsalve dispuso de poder y que pudo mal emplearlo para ocultar evidencias.