El académico de número aborda la reciente crisis en la Corte Suprema a raíz de las revelaciones del caso Audio en su columna de El Mercurio.
Como suele ocurrir cuando acaecen cosas sorpresivas —asuntos que nadie esperaba o que, si esperaba, nadie pensó que serían tan repentinos—, las revelaciones del caso Audio han puesto en crisis a la Corte Suprema.
Es de esperar, desde luego, que nadie diga que, en realidad, las crisis son oportunidades disfrazadas, porque ese tipo de lugares comunes lo único que hace es edulcorar lo que es irrefutablemente amargo y nada más.
¿Acaso no es amargo enterarse de que una ministra de la Corte Suprema tiene tratos con un abogado que rompen la imparcialidad a que estaba obligada; que un ministro entregue información a su hija acerca de una causa en curso o que otro ministro niegue comunicaciones que apenas algunos días después se vio obligado a revelar? Y es que la conducta que para cualquier hijo de vecino ya es reprochable, en el caso de ministros de la Corte Suprema, a cuyo cargo está decir de manera definitiva qué es derecho y que no lo es, es simplemente inaceptable. Por eso, hayan cometido o no delito en sentido jurídico penal, no hay duda de que han abandonado las reglas del oficio y eso merece una sanción, más grave en algunos casos que en otros, pero una sanción.