El académico de número medita sobre los factores que pueden influir en la votación del plebiscito constitucional en su columna de El Mercurio.
Si hay un rasgo del debate constitucional de estos días —ojalá continúe en los que vienen— es el tedio que parece causar, una cierta fatiga, el leve aburrimiento que en las personas parecen despertar los detalles de que está revestido.
Basta retroceder un par de años, incluso menos, para encontrarse con días encendidos y la convicción, que rondaba por allá y por acá, de que todo cambiaría radicalmente para bien (pensaba la izquierda o la mayor parte de ella) o para mal (creía la derecha y en este caso toda ella). Por todos lados brotaban traiciones, conversiones, se reafirmaban creencias y se creía que formarse una opinión sobre lo que estaba ocurriendo era lo mismo que escoger el lado de la historia donde el día de mañana cada uno sería recordado.
En cambio, en estos días en que se ha conocido el proyecto constitucional (y desde que se viene discutiendo el tema en el Consejo) se ha recuperado la grisura, la trivialidad de lo cotidiano, la medianía de la vida común y corriente. No parece haber epopeya a la vista, tampoco héroes que la conduzcan y la animen, ni parece necesario prevenir acerca de monstruos que la amenacen y se le opongan.
¿Qué significa eso para los días que vienen y en especial para la campaña?