El académico de número explora la tensión entre el deseo individual y las obligaciones colectivas ante la decisión de emigrar de Chile en su columna de El Mercurio.
Uno de los asuntos más interesantes que se han discutido por estos días en la sección Cartas al Director de “El Mercurio” lo constituye lo que pudiera llamarse la huida de Chile: la voluntad manifestada por algunas personas de irse del país sea por inseguridad o por falta de oportunidades o por simple hastío.
¿Es correcto —no pregunto si es útil o conveniente, sino si es correcto— decidir irse del país cuando las oportunidades escasean o algún peligro acecha?
A primera vista sí. Después de todo, nadie está obligado al sacrificio o a resignar sus metas personales si la inseguridad callejera arrecia, si las oportunidades escasean o el horizonte colectivo se ensombrece ¿Acaso, se dirá, no tiene cada uno el derecho a imaginar la vida que quiere vivir y actuar en consecuencia? Así entonces, ¿por qué podría ser malo o incorrecto querer irse de Chile y anunciarlo, revistiendo esa decisión de protesta, por medio de una carta al periódico?
Para examinar ese problema puede ser útil distinguir entre motivos y razones. No cabe duda de que hay motivos para irse de Chile (el país está inseguro, el espacio público está envilecido, las oportunidades amenazan con disminuir, etcétera); pero la verdadera pregunta es si hay razones para hacerlo. Y tener motivos no es lo mismo que tener razones. Las razones son argumentos fundados en reglas impersonales, reglas o normas que no miran al interés individual de nadie. Luego, alguien puede tener motivos; pero carecer de razones.