El académico de número reflexiona sobre la disciplina en los establecimientos educacionales en su columna de El Mercurio.
Lo que está ocurriendo en el Instituto Nacional y otros colegios públicos es un síntoma de un fenómeno más general que se viene configurando desde hace ya algún tiempo.
Y hay que ponerle atajo.
Para hacerlo, es necesario, sin embargo, comprenderlo, entender por qué ocurre y qué significa. ¿Cómo pudo ocurrir que siendo la institución escolar el objeto de mayor preocupación de las dos últimas décadas, nada menos, algunos de sus mejores ejemplos se hayan envilecido y degradado como lugares de excelencia?
Desde luego, la escuela, o el liceo o el colegio, es el lugar donde se espera que las personas adquieran una cierta orientación normativa que guíe su conducta y un nivel de ilustración que les permita comprender los aspectos más notorios del mundo en torno. Ambos aspectos (la orientación de la conducta y un cierto nivel de ilustración) requieren aceptar una cierta desigualdad como punto de partida. Si el estudiante no acepta que quien enseña sabe más que él y tiene más dominio de la circunstancia, entonces es muy difícil que se deje guiar o enseñar. Por eso la escuela requiere lo que suele llamarse paternalismo: aceptar que hay algunas personas que en ciertas materias o aspectos de la vida son capaces de discernir mejor lo que conviene a otras. Lo mismo pasa en la familia. Hay una familia allí donde algunos miembros (los padres) disciernen mejor que otros (los hijos) lo que conviene a estos últimos. Aceptar esa asimetría es la condición de posibilidad de la escuela y de la familia.