El académico de número reflexiona sobre el valor simbólico y social del fútbol en una columna de El Mercurio.
Una de las mejores definiciones del fútbol la escribió Javier Marías. El fútbol, dijo, es la recuperación semanal de la infancia. El hincha o el espectador retrocede en su subjetividad a ese momento de la vida en el que la épica y la hazaña estaban al alcance de su imaginación y se ponían en escena con figuras o con lo que estuviera a mano, logrando así alcanzar la emoción de ser un demiurgo que conducía a héroes y derrotaba a villanos, solo que ahora en vez de imaginar una lucha épica con figuras de plomo o con fichas o con lo que fuera, el ayer niño y hoy día viejo ve representada esa misma lucha en los equipos de fútbol que en su inconsciente cumplen el mismo papel, y le proveen las mismas emociones que esa vida sin ironías que eran sus juegos de la infancia.
Esa índole que posee el fútbol, y que explica su magnetismo, es lo que explica que un estadio donde campea la violencia o un club que se deja capturar por ella y por quienes la practican no es en rigor un club de fútbol. Y no lo es porque, por definición, el fútbol es la sublimación de la violencia, en vez de ser el pretexto para practicarla. Por eso el fútbol, al igual que otros deportes colectivos, es una forma sofisticada de sociabilidad, de sociedad humana, en él hay reglas, actores sociales, competencia, ilusiones utópicas. El deporte del fútbol, como otros juegos semejantes o análogos, es una actividad específicamente humana en la que se realizan vicariamente muchas cosas que gracias a él se vuelven inofensivas y que si no existieran, acabarían causando daño.