El académico de número analiza el debate entorno al aborto en el Consejo Constitucional en su columna de El Mercurio.
De todos los temas públicos, el del aborto es, sin duda, uno de los más controversiales. Y las opiniones encontradas respecto de él no son un fruto de la equivocación moral o de la terquedad frente a un dilema simple, sino de los límites que posee el juicio frente a un tema complejo y en una sociedad cuyos miembros deben tratarse como iguales.
Y, por supuesto, para dilucidar los problemas que plantea hay que abandonar el simplismo o la tontería que asoma cada vez que el tema se discute y que divide a los ciudadanos en partidarios de la vida (quienes se oponen al aborto) o agentes de la muerte (quienes están por permitirlo); liberales (quienes lo permiten) y conservadores (quienes se oponen); la izquierda (que lo favorecería) y la derecha (que lo impediría); creyentes (que se opondrían) y ateos (que lo favorecerían).
Todas esas formas de plantear el problema son simplezas, infantilismos, frases ligeras de sobremesa, ideas recibidas, cosas que se escriben en las redes o en los blogs. En cambio hay que hacer esfuerzos por identificar las razones en un sentido o en otro e intentar alcanzar una solución razonable.