Columna del Profesor Asociado del Instituto de Filosofía de la Pontificia Universidad Católica de Chile publicada en el diario El Mercurio.
Hace un tiempo, en carta publicada en este medio (el 14 de febrero, “Jugar con sangre”), advertí sobre la extrema liviandad con la que las autoridades y dirigentes abordaban la violencia en los estadios, pues no querían ni han querido mirar que eran vidas humanas las que estaban en peligro inminente, mucho más que una vaga falta de seguridad o la pérdida del carácter familiar de un espectáculo.
El miércoles, lamentablemente, ocurrió lo que se sabía que tarde o temprano iba a pasar: un hincha de Colo Colo murió por numerosas puñaladas y golpes a las afueras del estadio Monumental en el contexto de hechos de extrema violencia que ocurrieron también al interior del recinto, y que obligaron a suspender el encuentro.
Lo que ocurría dentro ya era terrible. Seguidores de Colo Colo lanzaron fuegos artificiales y bombas de ruido a corta distancia hacia la barra del equipo visitante, Universitario de Perú. Los jugadores de este equipo, al ver el peligro al que estaban sometidos sus hinchas, entre los que había familiares suyos, incluyendo mujeres y niños, se pusieron detrás del arco de ese sector preocupados por los sucesos y procuraron intervenir. Uno de ellos, Diego Dorregaray, fue detenido por agredir a un guardia. De acuerdo con el comunicado del club peruano, lo hizo porque quería acudir a socorrer a una madre con su hijo herido, que no recibían el auxilio oportuno.