Columna del académico de número de la Academia Chilena de Historia del Instituto de Chile publicada en el diario El Mercurio.
Normalmente, nos referimos al mestizaje ignorando lo profundo de esta expresión. La identificamos con un cruce biológico. También lo es. Pero el nuestro es esencialmente un asunto cultural. Cruces de pueblos y razas los ha habido siempre y en todo lugar. El nuestro no deriva solo del encuentro y choque entre indígenas y españoles. Ese fue un primer momento. De allí resultó un indígena derrotado, ensimismado y receloso de la cultura occidental y un conquistador seguro de imponer su cultura.
Sucede que cuando el derrotado está viviendo una etapa de búsqueda y superación de sus formas y medios tradicionales en el momento del choque, aprovecha de asumir del vencedor ciertos valores que le facilitan esa búsqueda y, en la adaptación, enriquece su espíritu y renueva sus características.
No fue el caso de los indígenas chilenos y americanos en general, en quienes produjo una derrota anonadante y refractaria a lo occidental. Posteriormente, los descendientes de aquellos indígenas, unidos a los biológicamente mezclados y a los españoles pobres, formaron “el bajo pueblo”, un estrato social marcado, desde el punto de vista de los “civilizados”, solo por lo rutinario y la extrema valoración del esfuerzo físico. Sin embargo, sus valores tradicionales respecto de familia y trabajo, la creatividad de su vena poética y musical y su original asimilación de la religión católica fueron ignorados y desdeñados por las élites.