Discursos de incorporación

Sobre el merecimiento

carlos pena

Discurso de Incorporación de Carlos Peña González como Miembro de Número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales.

Estimado señor presidente de la academia de ciencias sociales, políticas y morales; señoras y señores académicos:

Una de las expresiones que más se repite por parte de todos quienes se incorporan a esta academia, o de todos quienes reciben una distinción semejante, es aquella según la cual, en su opinión, no la merecen. Es probable que esa expresión muestre un genuino sentimiento de modestia; pero de lo que no cabe duda, es que ella es el fruto sincero de uno de los enigmas intelectuales más antiguos que conocemos y que puede ser resumido en una sola pregunta; una pregunta que ha rondado a casi todas las disciplinas que se ocupan de lo humano, desde la filosofía a la teología, pasando por otras de mayor presencia en el mundo contemporáneo, como son la sociología o el derecho: ¿cuánto de nuestra posición en el mundo se debe a la voluntad y el esfuerzo propios y cuánto a circunstancias que no somos capaces de controlar? ¿qué parte de nuestra peripecia vital es el fruto de las decisiones que adoptamos y qué parte, en cambio, de designios que desconocemos y cuyos resultados, entonces, no nos pueden ser atribuidos? En suma ¿qué parte de lo que somos se debe a nuestra agencia y qué parte a la estructura?

Me gustaría pensar que este problema habría inquietado a Francisco Orrego Vicuña, quien ocupó el sillón que desde ahora me corresponderá. Francisco Orrego, como jurista de excepción que era, `tenía una particular sensibilidad para lo que correspondía a cada cual, y para lo que cada uno merecía, según se puede advertir en el conjunto de problemas jurídicos de los que se ocupó en su muy amplia obra -una de las más influyentes del derecho internacional- y en las causas que arbitró. Para un jurista como él, ocupado de discernir conflictos y disputas y dirimir controversias, el tema que menciono si bien es de índole moral y relativo a lo que pudiéramos llamar la condición humana, no pudo haberle sido ajeno en modo alguno y ello justifica de alguna manera que al sucederlo crea razonable ocuparme de él.

Se trata de un problema que, como digo, está a la base de nuestro lenguaje moral, de manera que para que este último tenga pleno sentido es imprescindible hacer esfuerzos por dilucidarlo. Algunos ejemplos nos ayudarán a identificarlo y a situar la incomodidad intelectual que este problema suele suscitar. Así, decimos que el delincuente merece la pena o el castigo o que el buen estudiante el premio, o que esta otra persona mereció ocupar un sillón en la Academia y aquel otro en cambio no, y todo eso que decimos supone que al delinquir el delincuente, aprender el  estudiante o ganarse el sillón el académico, cada uno de ellos fue responsable del curso causal que lo llevó a ese resultado; y al decir que fue responsable queremos decir que cada uno, no obstante haber hecho lo que hizo pudo perfectamente haber ejecutado algo distinto, que el delincuente pudo evitar delinquir, el estudiante  preferir distraerse en vez de leer, o el académico dedicarse a la política en vez de cultivar los conceptos, y decimos entonces que porque hicieron lo que hicieron, pudiendo haber hecho algo distinto, merecen la suerte que les tocó. En suma, cuando hablamos moralmente y reprochamos o encomiamos las acciones que ejecutamos, suponemos que está en nuestras manos el control de lo que hacemos, de manera que lo que resulte de esas acciones debe sernos atribuido. Merecer algo, en suma, supone la previa capacidad de controlar aquello que hacemos o que nos pasa.

Y, sin embargo, basta detenerse en cualquier acción humana, encomiable o reprochable, digna de aplauso o de reprobación, para advertir que aquello que nos atribuimos recíprocamente no depende en realidad de nosotros y que hay multitud de circunstancias que se cruzan o se atraviesan o se interponen en nuestro camino, a las que debemos lo bueno o lo malo que nos ocurre.  Si Pedro decide matar a Juan y apunta cuidadosamente y le dispara y un pájaro se cruza en la trayectoria de la bala y evita que ella llegue a su destino, no diríamos que Pedro es un asesino cabal, algo que en cambio diríamos, sin asomo de duda, de Diego, quien con el mismo ánimo que tenía Pedro y sin que nada se cruce en su camino dispara a Juan y acierta. Y a pesar de que no media diferencia alguna en el grado de su decisión homicida, a pesar de que en lo que respecta al ánimo y el control de la situación no existen diferencias entre ellos, tratamos de manera muy distinta sus casos. Y el conductor que bebe mientras conduce sin que nada se atraviese en su camino, es sin duda peor que quien conduce con escrúpulo; pero a quien la niebla le impidió ver ese bulto que resultó ser un niño y, no obstante, es este último quien siente pesar y se conduele y se atromenta y se culpa de lo ocurrido, en tanto el primero no. O premiamos al estudiante talentoso y reprobamos al lerdo, alentando y palmoteando al primero y reprochando o ignorando al segundo, a pesar de que sabemos que la inteligencia que el primero ejercitó, y de la que el segundo carece, son circunstancias que escapan al control de uno y de otro.

A ese fenómeno que acabo de describir se lo llama en la literatura filosófica desde los años ochenta, el problema de la suerte moral. Ella se verificaría, explican Thomas Nagel[1] o Bernard Williams2, cuando un aspecto significativo de lo que alguien hace depende de factores que están más allá de su control y, no obstante, a pesar de que lo sabemos, sin embargo, que nos consta que lo que hizo o le ocurrió no depende enteramente de él, seguimos tratándolo como objeto de juicio moral, de encomio o de reproche. Este problema indicaría que la suerte cumple al parecer un papel muy importante en nuestros juicios morales o, si ustedes prefieren, todo esto indicaría que la suerte posee relevancia moral, que calificar moralmente algo no es solo calificar una conducta, o una decisión, o una acción deliberada, sino también algo que se nos escapa y que no somos del todo capaces de comprender. Esta conclusión, sin embargo, es contraria a nuestras intuiciones más inmediatas. Nos gusta pensar que la moralidad es aquel ámbito de la vida humana, pensemos en Kant o incluso en algunas páginas de Sartre, donde la suerte o la circunstancia fortuita no tienen ninguna relevancia; pero como lo muestran los ejemplos anteriores parece que sí, parece que, al contrario de lo que la intuición indica, juzgamos nuestras acciones a sabiendas de que la suerte ha tenido un papel relevante en ellas.

Ese problema también asoma al leer sociología: la evidencia, a veces abrumadora, según la cual el hilo de nuestras vidas depende de la clase social a la que pertenecemos; del capital cultural que recibimos; de qué tan temprano nos enseñaron a hablar o a leer; del código que adquirimos al hacerlo, si culto o palurdo; o de la influencia benéfica de la madre, todas cosas que no dependen de uno, nos llevan a pensar que nuestras vidas están en las manos de un titiritero al que podemos llamar estructura, y que, por lo mismo, la idea de mérito parece un engaño. Si hay factores involuntarios que inciden de manera decisiva en nuestro destino, en lo que hacemos o dejamos de hacer, en aquello que nos ensalza o en cambio nos rebaja, entonces pareciera que organizar la vida en torno al mérito o al esfuerzo personal o al fracaso, carecería de sentido puesto que estaríamos, la mayor parte de las veces sin saberlo, conducidos por la mano invisible de la estructura, de la clase o lo que fuera, y atados a este o aquel destino. Habría algo contradictorio cuando decimos que la gente merece esto o aquello y enseñamos a nuestros hijos a esforzarse, si al mismo tiempo sabemos que en el desempeño individual incide sobre todo el capital recibido, sea como cultura o como redes sociales, o la cantidad de conexiones neuronales forjadas en los primeros tiempos de la vida u otros factores azarosos respecto de los cuales cada uno no tuvo ningún control.

Así estaríamos en medio de una paradoja, decimos que alguien merece premio o castigo porque hizo algo; pero sabemos que es imposible que él lo haya hecho del todo. Sabemos que nadie tiene el control de la totalidad de su quehacer, y sin embargo lo calificamos como si lo poseyera.

Por supuesto, una forma de resolver ese problema de la suerte moral y salvar la paradoja que menciono, consistiría en suprimir sencillamente el merecimiento. Y a veces parecemos pensar que ese es el camino que deberíamos adoptar.

Si en lo que hacemos o logramos, en los bienes que obtenemos, o en las obras que ejecutamos o, por la inversa, si en lo que no hicimos o no pudimos lograr, o en los males que padecimos o las obras que no ejecutamos, no fuimos nosotros el agente sino la suerte o lo que es lo mismo un evento impersonal, entonces parece obvio que el mérito es un simple engaño y que proclamar que cada uno ha de tener tanto como esfuerzos haga para obtenerlo, y que los bienes y las posiciones sociales deban distribuirse al compás del esfuerzo -es decir, la promesa de las sociedades modernas- sería una farsa, una engañifa o un embuste que desconoce, disfraza y oculta el lugar que las circunstancias o la estructura social poseerían en nuestra vida y en nuestro destino. Y en tal caso, en vez de hablar de mérito personal y de que este o aquel merece esto o lo otro, parecería mejor y más correcto corregir la suerte, hacer el esfuerzo de domesticarla, como a propósito de un tema semejante observa Jon Elster[2], para que no sea ella la que tenga un papel crucial en nuestras vidas. Y, así, en vez de estimular el esfuerzo individual quizá debiéramos acentuar nuestro empeño por corregir las estructuras, incluida la dotación genética de quienes se aprestan a desembarcar en este mundo, algo que alguna vez pudo parecer una utopía pero que hoy parece casi una banalidad. En suma, si la naturaleza y la historia introducen el azar en nuestras vidas y si el azar es moralmente ciego, entonces parece razonable que intentemos suprimirlo por todos los medios a nuestro alcance.

Esto es lo que piensa el que quizá sea el autor más influyente en filosofía moral de la segunda mitad del siglo XX, John Rawls. Para este autor las características naturales y las circunstancias familiares, son moralmente arbitrarias y no deben ser tenidas en cuenta a la hora de distribuir recursos o ventajas:

El grado en que se desarrollen y florezcan las capacidades naturales -explica este autor- está afectado por condiciones sociales y de clase. Incluso la buena disposición para hacer un esfuerzo, para intentarlo, y por tanto ser merecedor del éxito en el sentido ordinario, dependen de la felicidad familiar y de las condiciones sociales. En la práctica no es posible asegurar a los igualmente dotados iguales probabilidades de superación y, por tanto -concluyepodríamos adoptar un principio que reconociera este hecho y disminuyera los efectos arbitrarios de la lotería natural[3].

Una opinión semejante había formulado dos siglos antes Tristam Shandy el personaje de Laurence Sterne, uno de los precursores de la novela moderna, quien emplea la expresión “espíritu animal” con la que hoy designamos el afán innovador y competitivo que, según creemos, conduce al éxito y a su merecimiento:

…nueve de las diez partes del sentido de un hombre o de su sinsentido, sus éxitos y sus fracasos en este mundo dependen de los movimientos y actividad de dichos espíritus (que se transmiten de padres a hijos), así como de los diferentes terrenos y sendas en que se los deposite; de tal manera que una vez puestos en marcha no importa ni medio penique que lo estén para bien o para mal. -concluye Shandy o Sterne.

Pero como las ventajas inmerecidas, o las desventajas, son no sólo sociales, sino también naturales o genéticas, como enseñan Rawls o Sterne, entonces pareciera que la justicia nos obliga a construir un mundo donde nuestra identidad se vea corregida y en el que cada uno esté dispuesto a dejar de ser el que es. Porque -bien mirado- la suerte no solo se interpone en nuestro camino, como el pájaro que torcía la trayectoria de la bala, sino que también nos constituye. No solo influye en lo que hacemos, sino también en lo que somos. Ser alto o bajo, apuesto o feo, inteligente o lerdo, ágil o lento, necio o astuto, o tener esta o aquella historia familiar, una que insufló confianza, o esa otra que inoculó inseguridad y miedo, no son cosas que nadie merezca ni menos elija, y sin embargo son las que tallan nuestra personalidad hasta constituir lo que somos. Y, más aún, si miramos el problema incluso con mayor detenimiento podríamos incluso descubrir que aún nuestras decisiones, incluida la lectura de este discurso y cada una de las líneas que contiene, es también fruto de la suerte porque, después de todo, los pensamientos que condujeron a esto que ahora digo fueron desatados por otros pensamientos que se enlazaron unos con otros sin que yo los eligiera al modo en que elijo lo que quiero comprar o el camino por el que quiero transitar. La justicia exigiría entonces borrar lo que podríamos llamar suerte constitutiva (esto es, las circunstancias que configuran la identidad de cada uno) y a la vez la suerte consecuencial (es decir, las circunstancias que se interponen favorable o desfavorablemente a la hora de ejecutar lo que decidimos), y esa sería la única forma de que la arbitrariedad del azar desapareciera. Esta sería la consecuencia de una teoría que no aceptara, por injusto e inmerecido, ningún factor distinto a la propia voluntad para determinar el curso de la vida. Un diseño justo exigiría despejar todas las circunstancias inmerecidas, ajenas a la propia decisión, para que esta última pueda refulgir, desnuda, sin influencia alguna que la altere o la ensucie o la desvíe. Pero una tentativa semejante, llevada al extremo, acabaría suprimiendo la identidad de las personas y destruyendo la propia idea de responsabilidad.

Porque si de veras pensáramos que la suerte tiene ese lugar determinante en nuestras vidas -que así como la trayectoria de la bala pudo ser interrumpida por el vuelo de un pájaro, el talento obtenerse en la lotería natural o las ventajas en la cuna- entonces el lenguaje moral con que hacemos responsables a las personas de sus acciones, premiar y castigar, encomiar o reprochar, aplaudir o lamentar, todas esas acciones que están a la base de prácticas sociales tan importantes como la educación o el derecho, perderían todo sentido, puesto que dejaríamos de pensarnos como agentes de nuestra vida y pasaríamos a concebirnos como “hojas movidas por el viento” para usar la imagen que emplea por vez primera Aristóteles al caracterizar lo que él llama “acciones involuntarias”.

De esta forma pareciera que el problema de la suerte y el merecimiento no tiene solución alguna puesto que, si suprimiéramos la primera para evitar que la arbitrariedad del azar inunde nuestras vidas, anularíamos con ello la forma en que nos concebimos. Y si por salvar a esta última, si por mantener nuestra imagen de agentes de la propia vida no nos preocupáramos de los factores involuntarios y cerráramos los ojos frente a las estructuras, estaríamos consintiendo que la vida fuera injusta.

Este problema es tan antiguo, y tan vinculado a la condición humana, que una forma de comenzar a resolverlo, o un hilo del que se puede tirar para intentarlo, se encuentra en un texto del evangelio que se puede leer en Mateo 18, 7: “es inevitable que haya escándalos;

-se dice allí- pero desdichado aquel por el cual viene el escándalo”. La frase puede ser leída como si dijera que es inevitable que la cuna confiera ventajas o desventajas; pero que así y todo el desgraciado merece su desgracia y el afortunado su fortuna.

Al lector contemporáneo le parece que esa frase de la escritura incurre en una inconsistencia porque si es inevitable que haya escándalos, entonces ¿por qué sería desdichado quien incurre en él? ¿Por qué lo haríamos objeto de desdicha si aquello en lo que incurrió era inevitable?  Una parecida incomodidad intelectual experimenta el lector del Concilio de Trento al detenerse en lo que se conoce como la doctrina de la justificación, es decir, la doctrina relativa a por qué los seres humanos logran ser absueltos del pecado. En el Decreto sobre la justificación se excomulga, en el cánon cuarto, a quien afirme que el ser humano es un sujeto pasivo que en realidad nada obra, es decir, a quien niegue el libre albedrío; pero el cánon veintitrés afirma que también ha de ser excomulgado quien afirme que el ser humano puede evitar todos los pecados en el decurso de su vida, o sea, a quien afirme que podemos evitar pecar. Pero, podríamos de nuevo preguntar, si nadie puede evitar los pecados ¿por qué entonces podría reprochársele incurrir en ellos? O, por la inversa, si como afirma el cánon cuatro no somos sujetos pasivos y podemos disentir ¿por qué entonces no podríamos evitar pecar?

El Concilio de Trento se celebró, como ustedes saben, en el siglo XVI y ahí se intentó zanjar una disputa teológica que venía desde el siglo IV cuando un monje llamado Pelagio, nacido cerca del año 360 en una zona que hoy es Irlanda -las fuentes lo llaman Briton, expresión que se empleaba entonces en un sentido amplio- enseñó que “Todos los hombres son gobernados por su propia voluntad y cada uno es dejado a su propia inclinación”.  Lo que este monje irlandés afirma es que salvarse o condenarse depende de cada uno. La obra de Pelagio fue al parecer abundante; pero se perdió y lo que de ella se conserva es gracias a las polémicas teológicas a que su punto de vista dio lugar, a la obra de algunos de sus discípulos, entre ellos Celestio, y al hecho que sus escritos y los expedientes que se siguieron en su contra son frecuentemente citados entre otros por San Agustin quién derramó ríos de tinta para refutarlo.

La imagen que de la condición humana divulgaron Pelagio y sus discípulos no es muy distante a la que subyace en la imaginación contemporánea y en especial en el ideal meritocrático cuando se lo divulga sin matices. Pelagio enseñó que el ser humano podía, sin el auxilio de la gracia, cumplir los mandamientos, suplir sus debilidades, vencer las tentaciones, y evitar todo pecado. No llegó nunca al extremo de negar explícitamente la gracia; pero sostuvo que el fruto de ella era el libre albedrío con el cual sosteníamos por completo nuestra vida y dibujábamos nuestro destino.

El punto de vista de Pelagio nos es, como digo, extrañamente contemporáneo y se le encuentra en todas las justificaciones más o menos fantasiosas de la sociedad moderna, especialmente en ese proceso cultural, ampliamente extendido, que llamamos individuación y que consiste en concebir la propia existencia como el fruto de la propia imaginación y de la propia voluntad, el éxito como fruto del desempeño. Y como es probable que el éxito y la autorrealización sean la forma secularizada de lo que los antiguos -entre ellos Pelagiollamaron con más propiedad salvación, quizá al examinar más de cerca esta disputa podamos encontrar una pista o un indicio para resolver al menos alguna de las dimensiones de este problema que caracterizábamos al inicio como el de la suerte moral.

Desde luego, parece obvio que el problema de la suerte moral solo se plantea cuando concebimos la condición humana como lo hacía Pelagio. En efecto, solo si nos vemos como agentes de nuestra propia existencia y si concebimos nuestro destino como el fruto de nuestro propio esfuerzo, la existencia del azar o de la suerte, la presencia de esas circunstancias sorpresivas que no pudimos ni prever ni resistir, nos resultan incómodas y contradictorias con la imagen que tenemos de nosotros. Pero la concepción inversa, como vimos más arriba, también nos resulta inaceptable, porque si nos concebimos como el fruto de las circunstancias o de la estructura como a veces se prefiere, si nos viéramos como simples herederos del azar natural o de la historia, arriesgaríamos el peligro de suprimir nociones tan relevantes de nuestra cultura como la responsabilidad.

Quien advirtió desde muy temprano, tan temprano como los siglos IV y V, la inconveniencia de rechazar uno de esos dos extremos, y moverse en consecuencia en una inevitable ambigüedad en esta materia, fue San Agustín quien, se refirió a ello en su tratado Del espíritu y de la letra. Allí examina el punto de vista de los pelagianos quienes afirmaban, como denantes recordábamos, que al crear Dios con libre albedrío al ser humano y al darle preceptos, le enseña cómo debe vivir, de manera que el individuo humano puede aprender qué desear y qué no, para, de esa forma, llegar a la vida bienaventurada y eterna. En términos del debate actual, y si quisiéramos traducir ese punto de vista al lenguaje contemporáneo, diríamos que cada uno posee libertad de elegir, de manera que bien educado e informado, podría alcanzar la excelencia que pretende. San Agustín se opone terminantemente a ese punto de vista puesto que, en su opinión, la gracia es indispensable para saber cómo vivir, cómo ejercitar bien la propia libertad. Y en su escrito sobre La corrección y la gracia, agrega todavía:

aun omitiendo otros bienes innumerables que Dios reparte a unos y niega a otros hombres (…) tampoco se dan por merecimientos propios bienes como la agilidad, la fuerza, la lozanía de la salud, la hermosura corporal, ingenios maravillosos y aptitudes mentales para muchas artes; o los que vienen de fuera, como la opulencia, la nobleza, los honores y otros semejantes, cuya posesión se subordina al poder divino[4].

Ninguna de esas cosas, dice Agustín,  se da ni por merecimiento propio, ni por lo que en el siglo XII, el Decreto de Graciano  llama acepción de personas, es decir, por preferencias injustas; pero, insinúa Agustín,  si no merecemos ser esto o aquello y Dios al dárnoslo no fue arbitrario ¿cómo explicar lo que somos?

Lo que ocurre, sugiere un autor como San Agustín, es que los seres humanos somos una mezcla indiscernible de libertad y gracia o, diríamos en términos contemporáneos, de desempeño y suerte, de esfuerzo personal, por una parte, y factores que no comprendemos o que, si comprendemos, no hemos podido cambiar, o simplemente hemos recibido, por la otra. En la totalidad de sus escritos anti pelagianos Agustín insiste una y otra vez en su empeño de equilibrar esas dos dimensiones en porciones que, sin embargo, insiste, ignoramos, de manera que la condición humana sería a fin de cuentas un misterio, una realidad envuelta en una sombra.

A primera vista decir que nuestra constitución más íntima es un misterio, parece una forma de eludir el problema; pero, como insinuaré de inmediato, quizá sea la mejor manera de abordarlo, de reconocer que existe en nuestro camino la suerte moral; pero que a la vez tenemos razones para merecer lo que recibimos.

Lo anterior fue lo que pensó Luis de Molina. Este teólogo brillante que escribió durante el siglo XVI afirmó que el ser humano puede evitar los pecados en particular; pero que no le es posible, en ninguna forma, evitar todos los pecados, de manera que es inevitable que incurra en algunos. La condición humana, sugirió Molina, nos ata al pecado; pero es perfectamente posible que decidamos evitar los pecados en particular. En términos que hacen más sentido a un contemporáneo más preocupado por el fracaso que por el pecado podríamos decir: la estructura social nos condena al fracaso, nos ata a un cierto destino; pero al mismo tiempo podemos eludirlo. O, al revés, la estructura nos conduce al éxito; pero igualmente podemos fracasar. Luis de Molina reitera entonces la frase que denantes veíamos se encuentra en Mateo 18, 7: “es inevitable que haya escándalos; pero desdichado aquel por el cual viene el escándalo”. A citar esa frase nos preguntábamos porqué siendo inevitable el escándalo hacemos reproche a quien incurre en él. La respuesta de Molina es que a pesar de que el pecado, o el fracaso diríamos hoy, es inevitable, siempre es posible eludirlo en algunos casos. El condenado al éxito puede fracasar y el condenado al fracaso empinarse alguna vez. Luis de Molina concluyó que la gracia de Dios era impredecible en los números pequeños, pero no en las jugadas innumerables[5].

Para probar lo anterior de una manera consistente con la tesis de Mateo, Luis de Molina cita el texto de Aristóteles Sobre el cielo, quien afirma allí que “hacer bien y con frecuencia numerosas cosas, como lograr mil veces que un objeto lanzado al aire caiga del mismo lado, es imposible; pero una o dos es muy factible”. En otras palabras, una cosa es la probabilidad que algo ocurra al interior de una estructura y otra cosa la contingencia de un suceso singular, o, si se prefiere, una cosa es la regularidad de la estructura y otra distinta la contingencia de cada vida individual.

Esa misma fue, por lo demás, la idea que Tolstoi dejó anotada en las últimas páginas de Guerra y Paz cuando observó que sabemos lo que ocurrirá en general, sabemos que una porción de nosotros morirá trágicamente o tendrá una vida desgraciada, de manera que tratándose de la historia al por mayor, no hay sorpresas; aunque las hay tratándose de la historia personal, la historia al por menor. Y por eso no podemos saber cuánto en nosotros es necesario y ocurriría de cualquier forma y cuánto es contingente y pudo ocurrir o no.

Muchos siglos después de esa disputa entre San Agustín y los pelagianos, un influyente filósofo contemporáneo, Jürgen Habermas, se preguntó qué tenía de malo la clonación de seres humanos o la intervención en el embrión a fin de diseñar mejor su existencia, o sus características, su nivel de inteligencia o su aspecto, evitando, por ejemplo, que poseyera aquellas que nos parecen poco deseables, que fuera lento, o tuviera un aspecto que hoy consideramos feo o poco agraciado, o no fuera muy inteligente ¿no sería mejor el mundo futuro si nos decidiéramos a hacer eso? ¿No tenemos acaso a mano la posibilidad de suprimir la suerte moral con la biotecnología a nuestra disposición?[6] La respuesta de Habermas frente a ese problema es una respuesta en algún sentido agustiniana. Si hiciéramos algo así, dice Habermas, si interviniéramos genéticamente a las nuevas generaciones suprimiendo su parte de azar natural, y si gracias a la reforma social espantáramos del todo la suerte, la imagen moral sobre la que descansa la idea de dignidad humana o de derechos básicos se desvanecería y padeceríamos entonces una profunda pérdida moral. Porque ocurre, agrega, que la idea de dignidad y de igualdad sobre la que se erigen buena parte de las instituciones más estimables de lo que ha llegado a ser la sociedad humana, derivan de nuestra ignorancia, del hecho que no sabemos qué parte de nosotros, de la suerte que tenemos, de los reconocimientos de que disfrutamos, el éxito que alcanzamos o rozamos, se debe al azar y qué parte a nuestro desempeño; qué es suerte y qué es resultado de nuestra acción.  Si en cambio lo supiéramos, si pudiéramos averiguar, por ejemplo, para un grupo de nosotros, qué se debe a nuestro desempeño y qué al destino, entonces nuestra idea de igualdad sustancial se esfumaría. Esto es, de otra parte, lo que atisbó a mediados del siglo XX Michael Young en su famosa sátira sobre la meritocracia[7]. Allí imaginó un mundo donde el esfuerzo personal pudiera aislarse y entonces los recursos y oportunidades distribuirse a su compás. En un mundo así, dijo Young, las personas estarían estratificadas de la peor manera puesto que cada uno tendría un lugar, por abajo o por arriba en la estructura social, de la que no podría quejarse por motivo alguno. En cambio, insinuó, si ignoramos en qué porción el destino o el desempeño nos conduce, seguiremos teniendo motivos para pensar que somos iguales que el exitoso, que después de todo a este último la fortuna lo favoreció y que quien tropezó en la vida fue porque la injusticia le impidió ser lo que de otra forma habría podido.

Parece entonces que es mejor no saber del todo qué parte nuestra es merecida porque pertenece a lo que decidimos y controlamos, y qué parte no, porque fue recibida sin nosotros saberlo o elegirlo; que es mejor no saber o ignorar, y evitar tener que decir alguna vez “no he querido saber, pero he sabido”, porque es probable que, si supiéramos, algo de nosotros se desmoronaría o nuestro sentido de justicia, o las bases de nuestra dignidad.

Lo primero ocurriría, por ejemplo, si alcanzáramos la conclusión que la idea de que en nuestro destino influyen los factores estructurales, es solo un fruto de nuestra incapacidad epistémica, de la incapacidad de reconstruir paso a paso lo que elegimos, hicimos o pensamos, de la incapacidad de contar nuestra vida o de contárnosla incluso a nosotros mismos, de manera que llamaríamos azar a esa decisión nuestra que ignoramos o preferimos ignorar para consolarnos del fracaso, o poder enorgullecernos del éxito. Y lo segundo pasaría si siendo capaces de dilucidar la influencia que los factores involuntarios han tenido en nosotros, pudiéramos saber qué de nosotros o de nuestros prójimos, es desempeño y qué destino, porque en tal caso, al descubrir que algunas vidas son puro destino y nada de desempeño, nos sentiríamos tentados a tratarlas como una cosa.

Así entonces es mejor, como sugería Agustín de Hipona, aceptar que en nosotros hay un cierto misterio, porque esa sería la única forma de salvar nuestro deseo de justicia y, a la vez, de retener la idea de responsabilidad y de merecimiento o mérito, de donde resulta que la ignorancia final acerca de lo que somos posee un cierto valor moral y que entonces agradecemos lo bueno que nos ocurre o lo que nos pasa no porque seamos merecedores de recibirlo, sino porque sospechamos que es mejor no saberlo y que la modestia real o fingida es la única manera de evitar se lo averigüe.

Muchas gracias


Notas

[1] Moral Luck, en Mortal Questions, New York: Cambridge University Press, 1979. 2 Moral Luck, en Moral Luck, Cambridge: Cambridge University Press, 1981.
[2] Juicios salomónicos. Las limitaciones de la racionalidad como principio de decisión, Barcelona: Gedisa, 1995.
[3] John Rawls, A Theory of Justice, Revised Edition, Harvard University Press (1971) 1999, p. 64.
[4] San Agustín, La corrección y la gracia, Obras de San Agustín, Madrid: BAC, tomo VI, viii, 19, p. 159.
[5] Luis de Molina, Concordia del libre arbitrio con los dones de la gracia y con la presciencia, providencia, predestinación y reprobación divinas Traducción, introducción y notas de Juan Antonio Hevia Echevarría Biblioteca Filosofía en Español, Fundación Gustavo Bueno, Oviedo 2007, Parte primera Disputa XX.6.
[6] The Debate on the Ethical Self Understanding of the Species, en The Future of Human Nature, Cambridge UK: Polity Press, 2003.
[7] The Rise of the Meritocracy (1958).