El académico de número reflexiona sobre los afanes de cambio que plantea el proceso constitucional en su columna habitual del diario El Mercurio.
Uno de los tópicos más recurridos por la política de izquierdas y de derechas ha sido el tema del cambio, de promover desde el Estado que se va a gobernar una transformación social profunda. En la deliberación que lleva a cabo la Convención Constitucional, el dilema entre lo que hay que transformar o conservar concurre en todos los conflictos. Tanto los que promueven las transformaciones como los que las rechazan coinciden —a pesar de sus airadas diferencias— en su confianza en que desde la política y través del derecho —y, sobre todo, por medio de una Constitución— se pueden realizar cambios sociales renovadores. A cada rato oigo que Chile se enfrentaría a un momento “histórico”, que esta generación —para qué decir los constituyentes mismos y los gobernantes— va a imprimir un giro decisivo en la evolución de la sociedad. Seremos recordados, nuestros nombres quedarán grabados en granito. Los detractores, aterrorizados, piensan lo mismo; mientras aquellos se llenan de júbilo, estos tiemblan ante el porvenir que se acerca irremediablemente.
No sé cuál será el color de los escépticos, pero no puedo sino manifestar mis dudas dudosas sobre esta ilusa convicción de controlar los resortes para imprimir cambios sociales, atarlos y dirigirlos. Fluimos como podemos. Desconfío de los proyectos y confío en los imponderables.
Miro hacia atrás y pienso que los grandes cambios sociales y culturales que hemos experimentado como sociedad en las últimas décadas —piense en las nuevas formas de comunicarnos e informarnos— han sido inesperados y provienen de otra parte. Nadie los predijo ni diseñó en Chile. Los adoptamos, los tomamos prestados o nos apropiamos de ellos, quizás de un cierto modo impreciso, como se sube a una cabalgadura que galopa, por lo que sería insensato no dejar de reconocer que nuestra cultura, como dijo un español (respecto de la de España), es una cultura de acarreo. El derecho lo percibo, a pesar de sus entusiastas cultivadores, como un fenómeno más bien adaptativo que innovador.
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