El académico de número reflexiona sobre la importancia de la literatura en su columna de El Mercurio.
Nunca en mi vida me he preguntado acerca de por qué leer. Leí como se come, se respira, se camina, se ama, se teme. Leí como si leer fuese algo natural. Jamás pensé que serviría para algo y aún lo dudo. No en pocas oportunidades he lamentado no haber dedicado más tiempo a hacer otras cosas durante todos estos años y lo primero que se me ocurrió es echar la culpa de esta negligencia a los libros. Existe una vieja querella entre literatura y vida. En ciertas ocasiones los libros pueden hacer languidecer, aislar, desconectar, aburrir, enceguecer incluso, pero también pueden animar, acompañar, iluminar, abrir, proporcionar placer.
Los libros pueden suplir aspectos de nuestra vida. Somos con ellos lo que no somos o podemos ser en la realidad. A veces amamos, viajamos, sentimos o incluso matamos a través de ellos. En otras ocasiones el entorno es desagradable, aburrido o doloroso. Los libros sirven entonces para evadirnos, para escapar de la estrechez de nuestra circunstancia (finalmente siempre lo es).
Los libros —los buenos— enseñan también a conocernos y nos intiman a ser lo que atisbamos ser. La sociedad procura no formar individuos, sino hombres y mujeres “masa”. El “llega a ser el que eres” o el “ama tu ser escondido” pueden ser una derrota sin batalla.