El académico de número reflexiona sobre las diversas razones para releer un libro en su columna de El Mercurio.
En vacaciones se da una buena oportunidad para emprender una relectura, una experiencia extraordinaria, tan distinta a la de simple lectura. Yo releo “El gatopardo”, de Tomasi di Lampedusa, y tengo en vitrina “El copartícipe secreto”, de Conrad, y “Las memorias de Adriano”, de la Yourcenar.
En una primera mirada, releer un libro resulta nada muy distinto a leerlo por primera vez. Pero el libro es un río y no nos bañamos dos veces en el mismo río. Nosotros ya somos otros y el libro también. Y si lo leyéramos por tercera o cuarta vez, otros tantos libros distintos aparecerían. Y entre aquella primera lectura y la actual se han inmiscuido actos extraños al leer mismo que alteran sustantivamente su contexto.
¿Por qué releer? Antes que nada porque olvidamos lo leído, y solo lo vamos recordando lentamente a medida que releemos. Pero no se necesita largo tiempo para que opere el olvido. A veces pierdo el marcador que me indicaba el punto donde había llegado mi lectura esta mañana y ya esa tarde me extravío y debo retroceder tanteando en busca de aquel punto de llegada. Incluso más, no son escasas las ocasiones en que al regresar a mi lectura después de una breve interrupción uno se da cuenta de que, en buena medida, lo leído hace un poco rato ya comienza a desvanecerse en la memoria.