El académico de número reflexiona sobre el actuar de la clase política chilena en su columna de El Mercurio.
La omnisciencia es una ilusión porque la conciencia del otro nos es desconocida. Sabemos que la tiene, sabemos que es semejante a la nuestra, intuimos ciertos contenidos porque la otra persona los comunica a través de su lenguaje verbal y corporal, pero nunca podemos estar seguros de la totalidad de esa conciencia, nunca podemos tener certeza de sus contenidos, nunca, ni siquiera, podemos saber, a ciencia cierta, que lo que nos comunica el otro es verdad. El otro no tiene una conciencia transparente, sino opaca.
En las relaciones humanas —llenas de equívocos— es conveniente siempre tener en cuenta esa opacidad y, por lo mismo, cuán importante es la comunicación, ensayada una y otra vez, en un ir y venir constante, para tratar de aproximar dos conciencias similares pero diferentes y cerradas a la mirada.
La literatura es el arte, por excelencia, que busca escudriñar la conciencia ajena, entrar en la subjetividad del otro, describirla, narrarla, exponer sus matices, sus encuentros y desencuentros. Quizás nos acercamos a ella por eso mismo, porque proporciona una ventana a la interioridad del otro que la vida mantiene velada. Uno de los recursos, nunca abandonado, que dispone la literatura para indagar la conciencia del otro es la omnisciencia: supone ficticiamente un narrador con la potestad que nadie tiene, la potestad de conocer la conciencia de sus personajes, incluso mejor que ellos. Es maravilloso lo que grandes narradores han logrado usando la omnisciencia, con distintos grados y, sobre todo, cómo han logrado que los lectores confíen en ellos y acepten esta capacidad inexistente en la vida, un poder que jamás le reconoceríamos a una persona o grupo de personas, por sabios que fueran.