El académico de número reflexiona sobre la importancia de la virtud, particularmente la pública, como un elemento esencial para el bienestar de la república en su columna de El Mercurio.
Los usos y costumbres que rigen en una sociedad son variables en el tiempo y en el espacio. Lo que es moralmente justo en un lugar, puede no serlo en otro. Y lo mismo en variabilidad temporal: la moral puede a veces responder a estándares éticos muy estrictos y en otro momento, relajarse hasta la proximidad de la inmoralidad; a veces, en ciertos ámbitos o instancias de la vida social, la moral es severa, y en otros, campea la permisividad. Siempre ha sido así y esa misma veleidad ha impulsado desde muy antiguo y de modo permanente a una reflexión sobre la moralidad, a un ejercicio constante del pensar acerca de lo bueno, lo verdadero y lo justo, acerca de cuáles son las conductas virtuosas, acerca de qué significa lo bueno y lo malo y de qué depende su verificación. La reflexión ética ha pensado también el hábito, esa suerte de arraigo de la virtud (o el vicio) en la naturaleza humana. Esta reflexión, que se lleva a cabo en la filosofía, desde distintos fundamentos, busca acaso dotar de firmeza y claridad a un área que la mera utilidad y el interés espúreos transforman en penumbrosa e inestable.