El académico de número medita sobre los hábitos de lectura durante la tercera edad en su columna de El Mercurio.
Ordenar mi biblioteca es intentar ordenar mis años, porque cada vez que ingresa un libro anoto en el libro el año de su ingreso. A veces he pensado seguir ese ritmo y reunir todos los del 78, por ejemplo, pero enseguida pienso que sería hermoso, pero inútil a la hora de tratar de encontrar un libro. Sigo el antiguo método del “orden alfabético” que pone a Aristóteles al lado de Pietro Aretino.
Ordenar una biblioteca o, más bien, una no-biblioteca, es una tarea morosa, pero llena de significados. De algún modo en la biblioteca está el resumen de la vida de un lector. Lo que me propongo ahora es formar una biblioteca para mi fase del lector tardío. La parte triste son los cientos de libros que indefectiblemente voy dejando fuera porque ya no leeré ni consultaré nunca. Es reconocer prácticamente la condición de lector finito.
A medida que pasan los años (y se asoma la vejez), por lo menos en mi caso, me resulta que leo menos, pero con mayor delicadeza, como si tuviera mayor respeto por los libros, de modo que hay algunos que encuentro que he leído antes y ahora me parecen como no leídos, y me avergüenzo.