Pedro Gandolfo: “Atender al tiempo”

El académico de número reflexiona sobre cómo percibimos y reaccionamos ante el paso del tiempo en su columna de El Mercurio.

Los escritores, de modo visible o invisible, abordan el tiempo que atraviesa la vida personal y pública. Ellos suelen trazar dos figuras. Una, la más usual, es la faz de devorador omnívoro e implacable que corroe a todos y todo por igual. Virgilio señala: “Todo se lo lleva el tiempo, hasta el ánimo”. Y un romántico, Percy B. Shelley, interpela al tiempo de este modo: “¡Oh mar, mar insondable, cuyas olas son años! ¡Océano del tiempo, cuyas aguas amargas se mezclan con la sal de las humanas lágrimas! Diluvio sin orillas, que en su flujo y reflujo abrazaste las lindes que alcanzan a la muerte y, enfermo de rapiña, aullando pides más”.

Este tiempo devorador se despliega como sucesión igual de momentos parejos y uniformes que, como una suerte de ogro insaciable, apolillan y destruyen con su metódico discurrir.

Tan fuerte, poderosa y omnipresente es esta figura del tiempo que suele ofuscar la otra faz, cuyo trazo requiere entonces de una mirada y sensibilidad más agudas, aquellas que hicieron decir a Antoine de Saint Exupery: “el tiempo no es un reloj de arena, sino un cosechador que ata sus gavillas”. En este aspecto a menudo olvidado o velado, el tiempo puede adquirir una faceta de constructor y creador, y su transcurrir aparecer como una sucesión cualitativa de lapsos. Esta dimensión se vincula con la posibilidad de discernir distintas texturas y cadencias, desde la trivialidad de las horas que pasan sin dejar huella hasta el momento justo, el instante decisivo que tuerce nuestra existencia y se graba en la memoria. El tiempo posee, así, una “calidad” distinta según cada individuo y período, ofreciéndose de manera singular a cada cual.

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