La académica de número analiza el papel en la política de las organizaciones gremiales, profesionales o sindicales en su columna de El Mercurio.
La iniciativa del Gobierno de iniciar las negociaciones para una nueva reforma tributaria con las organizaciones empresariales ha producido resquemores en diferentes sectores; entre ellos, en diversos parlamentarios que, con razón, sostienen que el lugar para deliberar sobre las políticas públicas es el Congreso. Al respecto puede ser conveniente reflexionar acerca de cuál es el rol de esas organizaciones y cuáles son sus límites en una democracia representativa.
Es evidente que los tiempos en que las empresas se debían exclusivamente a sus accionistas están obsoletos y el capitalismo moderno contempla la noción de que ellas deben responder a una variedad de stakeholders. Las organizaciones corporativas son parte de la comunidad, aportan a la sociedad en múltiples ámbitos y tienen funciones muy claras, como promover el cumplimiento estricto de los estándares éticos y bregar por el crecimiento económico, la sostenibilidad y las buenas prácticas entre sus afiliados.
Sin perjuicio de ello, su función primaria sigue siendo velar por el cumplimiento estricto del tratamiento justo que deben a sus clientes y trabajadores y la obligación de asegurar la continuidad de sus negocios promoviendo la administración eficaz de las inversiones de sus accionistas.