La académica de número reflexiona sobre la incompatibilidad de la pena capital con el derecho fundamental a la vida en su columna de El Mercurio.
Una de las consecuencias del aumento desatado de la delincuencia —además del miedo y la inseguridad, que nos hacen cambiar nuestros hábitos y costumbres— es el creciente riesgo de un auge de la autotutela (la necesidad que sienten los ciudadanos de ejercer por sí mismos su propia defensa, al margen de la ley, ante el abandono percibido de las instituciones encargadas de resguardar la seguridad). Ello es el fin del Estado de derecho y el retorno a la ley de la jungla. Por otra parte, también surge una mayor demanda —y ya la estamos viendo— a favor de la restauración de la pena de muerte.
Pues bien, esta pena atenta directamente contra el derecho más fundamental a la vida y, por lo tanto, su legitimidad moral y conveniencia práctica merecen atención rigurosa y racional.
Lo primero que habría que analizar es la pregunta que tan ilustradamente planteó en el siglo XVIII el filósofo Cesare Beccaria: ¿cuál es el propósito del castigo en una sociedad civilizada? Partamos por recordar que hasta esa época, con mínimas excepciones, perduraban prácticas deleznables y perversas en los tratamientos a los cuales los soberanos podían someter a sus súbditos: muerte en la rueda, las más diversas y despiadadas torturas, mutilaciones, muerte en la hoguera, descuartizamiento y decapitaciones. Además, eran castigos que cobijaban espectáculos de fiestas y regocijos populares en plazas públicas en los cuales, según descripciones de la época, miles de personas se congregaban a reír, gritar, bailar y celebrar en medio de orgías de alcohol y libertinaje.