La académica de número examina la identidad cultural japonesa en su columna de El Mercurio.
Con una visita de apenas dos semanas a Japón carezco de toda credencial para transmitir una opinión fundamentada sobre la cultura y la mentalidad japonesas y, por ello, mi visión será meramente subjetiva e influenciada por experiencias emocionales y estéticas propias.
Me enamoré de Japón cuando, a una relativa temprana edad, vi por primera vez la legendaria ópera de Puccini Madame Butterfly, la cual tuvo efectos perdurables en mi desarrollo personal y cultural. En esta trágica historia de amor incondicional, de inocencia, honor, traición, abandono y conflicto agudo entre civilizaciones, el bígamo, frívolo y egocéntrico Pinkerton me produjo un rechazo visceral y mi empatía incondicional siempre estuvo con Cio-Cio San, la bella japonesita abandonada. Esta identificación con ella y su sufrimiento, con su belleza y con su honor avasallado fue un factor determinante en mi apertura a las virtudes de culturas muy distintas a las nuestras, pero de igual o mayor valor. En este primer encuentro con un Japón no solo mítico, sino real y tangible, pude confirmar todos mis prejuicios. Es un país de una belleza natural extraordinaria, con sus montañas otoñales rebosantes de bosques de árboles rojos, amarillos y naranjados, copiosos ríos verdes y maravillosos pueblos bien conservados, enclavados entre las montañas. Sus ciudades, que despliegan una arquitectura creativa y desafiante de todos los moldes más tradicionales, destacan por ser vitales, ordenadas, limpias, donde nadie osaría botar un solo papel en la calle, con gente bien vestida, amable, silenciosa, respetuosa de los espacios públicos, y que, además, se desvive por ayudar al extranjero.