La académica de número examina los problemas que afectan la democracia chilena en su columna de El Mercurio.
Muchos países llegan al nivel de desarrollo actual de Chile, llamado de los “ingresos medios”, y quedan atrapados en su trampa. Y son muy pocas las naciones que logran construir sociedades seguras, prósperas e inclusivas, donde la población pueda satisfacer adecuadamente sus necesidades básicas. Un requisito indispensable para evitar el estancamiento es que exista una adhesión mayoritaria a ciertas materias decisivas, relacionadas con la organización del conflicto y la cooperación, y muy especialmente respecto de los métodos, prácticas, instituciones y procedimientos que el conjunto de la sociedad legitima para resolver las discrepancias, demarcando el grado de disenso permisible en una democracia.
Los obstáculos para alcanzar la meta del desarrollo y consolidar la democracia son múltiples, pero hay uno que es de la máxima relevancia. Este se refiere precisamente a la falta de conciencia respecto de cuál es el grado de conflictividad permisible en el juego democrático. Se está produciendo una creciente brecha entre, por una parte, una población claramente moderada, reacia a la agudización de las divergencias y partidaria de los grandes acuerdos, y, por la otra, una élite ideológicamente polarizada que se rehúsa a alcanzar un entendimiento mínimo para realizar las reformas necesarias para el progreso.
La moderación de la población ha quedado reflejada no solo en los últimos estudios de opinión, sino especialmente en el rechazo a los dos proyectos constitucionales, en los cuales primó la confrontación por sobre la búsqueda de una verdadera cooperación basada en consensos mínimos.