El académico de número analiza la política antiterrorista del Estado en una columna de El Líbero.
“Si el móvil del gobierno popular en la paz es la virtud, El móvil del gobierno popular en revolución es, a la vez, la virtud y el terror”. Robespierre, 1794.
No hay que ser Lavoisier para descubrir que el terrorismo no muere sino que se transforma. Es un zombi que nace de la violencia y genera cadenas recurrentes de espanto, en distintas etapas y niveles de intensidad.
Según mi memoria, el sesentero y castrista MIR chileno, que postulaba la vía armada durante el gobierno de Eduardo Freí Montalva, activó a terroristas fundamentalistas que iniciaron acciones letales tras la elección de Salvador Allende. Unos asesinaron al comandante en jefe del Ejército, René Schneider y al capitán de navío Arturo Araya, edecán naval del Presidente. Otros asesinaron a Edmundo Pérez Zujovic, quien fuera ministro del Interior de Frei.
Aquello inició una cadena de empates terroríficos que contaminó al Estado. Durante la dictadura del general Pinochet la terrorista Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) generó -era inevitable- una dinámica de violencia vengadora, con paramilitares entrenados en el extranjero que incubaron terroristas antagónicos. Estos sobrepasaron la frontera de la transición democrática y, a inicios del gobierno de Patricio Aylwin, asesinaron al senador Jaime Guzmán Errázuriz.