El académico de número critica el cambio de enfoque en la educación de los abogados y su impacto en el ámbito público en su columna de El Mercurio.
Soy abogado y alguna vez quise ser jurista. Por eso las últimas noticias sobre colegas del sector público me tienen bajoneado.
Creo que, al menos en parte, la explicación de sus chapuzas está en los proyectos y reformas que se concentraron en los universitarios vigentes y no en los estudiantes que venían en el camino. Recuerdo una reunión académica en mi universidad, en 2011, sobre nuevo programa de estudios, en la cual un delegado estudiantil confesó, desafiante, haberse matriculado en Derecho porque quería ser político. Sensatamente, no hubo réplica a tal desplante. Pero luego se acordó eliminar el concepto de “jurista” como proyección de la carrera y un profesor explicó que su equivalente moderno era “asesor de empresas”. Ahí me sobresalté.
Dije que en mi promoción no definíamos a Jorge Guzmán Dinator, David Stitchkin, Patricio Aylwin o Enrique Silva Cimma como simples abogados y menos como asesores. Muchos —recuerdo a Urbano Marín, Luciano Tomassini, Rolando Pantoja— queríamos ser juristas como ellos, pues representaban una etapa superior de nuestra vocación. Agregué que igual entendimiento existía en el mundo francófono, que yo había frecuentado por temas de Derecho y política internacional. En reuniones con abogados franceses, belgas, libaneses y vietnamitas, tratadistas como Gaston Jeze, León Duguit, Marcel Waline, Henri Capitant o René Cassin siempre eran definidos como “maîtres” o “juristes”.