El académico de número aborda la aparente inevitabilidad de la guerra en la historia humana en su columna del diario La República de Perú.
Desde que el mundo de Donald Trump comenzó a fundirse con las distopías de Mad Max, he vuelto a mis autores favoritos de ciencia-ficción. Contradiciendo por anticipado a Francis Fukuyama, ellos predijeron que el Fin de la Historia sería un eufemismo para el fin de la vida inteligente en el planeta.
Comencé a tomarlos en serio con la crisis de los misiles de 1962, cuando Fidel Castro quiso cambiar sus guerrillas caseras por una guerra termonuclear entre La Unión Soviética y los Estados Unidos. Tras zafar de esa locura, gracias a la diplomacia de John Kennedy y Nikita Jrushov, fui a Vietnam como observador jurídico de esa guerra histórica. Allí comprobé que, en lo fundamental, fue un duelo de armas entre las mismas dos superpotencias, más un adicional de la China de Mao. Sin embargo, sus gobernantes no amenazaron con un apocalipsis nuclear, pues sus líderes eran más responsables que el líder cubano.
A esa altura ya sospechaba que la guerra es la cultura permanente y ominosa de los terráqueos y que sus patrones modernos se transparentaron durante la Segunda Guerra Mundial. Entre los principales estaban los líderes que anuncian su designio de refundar el orden (o el desorden) geopolítico mundial; la inercia de quienes no quieren tomarlos en serio y siguen inmersos en sus políticas domésticas; los sistemas democráticos frágiles con su correlato de dictaduras socavantes; las diplomacias juridizadas que sobreconfían en las posibilidades pacificadoras del Derecho Internacional; las armas que pasan de la alta letalidad a la letalidad superlativa, y los países que juegan el rol místico de los corderos degollables.