José Rodríguez Elizondo: “Estado palestino y una paradoja enorme” 

El académico de número analiza la evolución del Estado Palestino en su columna del diario La República de Perú.

Cuando el líder guerrillero Yasser Arafat proclamó un Estado Palestino en 1988, sabía que era un gesto retórico. Carecía de población civil que lo reconociera como autoridad sobre un territorio determinado y, por tanto, no tenía “efectividad”. Lo que buscaba era un impacto político que lo legitimara, para una estrategia más cercana al realismo.

Lo consiguió. Entre los casi 90 países que aprobaron esa proclamación estaban Egipto, Irak, Siria, Líbano, Arabia Saudita y Yemen. Los mismos que, en 1947, habían rechazado la resolución 181 de la Asamblea General de la ONU, que creaba un Estado para los judíos y otro para los palestinos. Fue como reconocer una gran chapuza. El mero origen de la nakba filastin (catástrofe palestina).

En cuanto líder de la Organización de Liberación Palestina (OLP), esa movida habilitó a Arafat para iniciar negociaciones secretas con los líderes laboristas de Israel que apreciaban el sentido estratégico de la paz. Así fue como, en 1991, el gobierno de Itzhak Rabin, con Shimon Peres como canciller, reconoció la representatividad palestina de la OLP y, en 1993, firmaron los Acuerdos de Oslo. Con estos se iniciaba una negociación para instalar un Estado Palestino real, de diseño complejo y con base en concesiones mutuas. Comprendía zonificaciones, devolución y canje de territorios, medidas de seguridad militar y un compromiso tácito para negociaciones posteriores sobre temas como el retorno de los exiliados y el estatus de Jerusalén.

Lo que vino ya fue narrado en columnas anteriores. Fundamentalistas judíos, árabes y árabe-palestinos se las arreglaron para incrementar los atentados terroristas, asesinar a Rabin, derrotar electoralmente a Peres y entronizar en Israel como gobernante casi perpetuo a Biniamin Netanyahu, férreo opositor a Oslo y a un Estado Palestino. Fue el fin de la paz como hábitat de la seguridad compartida y el inicio de un Estado de Seguridad Militar en Israel.

La polémica intrapalestina

Oslo dejó como legado una Autoridad Palestina (AP) asentada en Cisjordania y Gaza, con elementos precursores de soberanía: agentes políticos y administrativos, financiamiento propio, cuerpo policial, bandera nacional, contactos internacionales, sellos postales, reconocimiento acotado de la ONU y sufijo en internet.

Tras la muerte de Arafat —ya acusado de corruptelas varias— ese legado “nacionalista” fue disputado por Hamás. En cuanto organización fundamentalista islámica, su carta de principios contenía la eliminación del Estado de Israel y su programa político implicaba (en simétrico consenso con Netanyahu) el rechazo a los Acuerdos de Oslo. Desde esa plataforma insurgió contra la AP dirigida por Mahmoud Abas y asumió todo el poder palestino en Gaza. Mucho la favoreció el retiro de los asentamientos judíos ordenado por Ariel Sharon.

La polémica intrapalestina colocó a Netanyahu ante una alternativa obvia: concesiones políticas a la AP o disuasión militar contra Hamás. Prisionero de su ideologismo y de su electorado, asumió rápido la segunda opción. Suponía que bastaban sus recursos de alta tecnología y represalias incrementales, ignorando la necesidad de inteligencia palestina con base en Cisjordania y contactos en Gaza.

Gambito de la AP

Ante esa subestimación, Mahmoud Abas optó por reposicionar el tema del Estado Palestino, rechazando enfrentamientos asimétricos y evocando negociaciones “en el espíritu de Oslo”. No le fue mal. Con Hamás inscrita como organización terrorista en EE.UU. y la Unión Europea, la cifra de reconocimientos retóricos subió a más de 140 países, incluyendo a Brasil, Argentina, Chile, Perú, Uruguay, Bolivia y Ecuador.

Como réplica, ese gambito consolidó los proyectos maximalistas de los extremistas religiosos palestinos e israelíes: unos decididos a combatir hasta eliminar a Israel, y otros decididos a controlar todos los territorios palestinos bajo la idea bíblica del Eretz Israel.

Fue la profecía bimesiánica de las guerras de exterminio, que tuvo principio de ejecución con el atentado de Hamás del 7 de octubre de 2023. La réplica de Netanyahu fue una declaración de “guerra total” en Gaza.

La paradoja enorme

Entre los horrores de esa guerra, las acusaciones de genocidio y el proyecto de una “Gaza-balneario sin gazatíes”, el tema del Estado Palestino está experimentando un segundo aire.

En una primera oleada de nuevos demandantes se incorporaron Suecia, España, Irlanda, Noruega, Eslovenia, Bélgica, Chipre, Hungría, Polonia, Rumania, Eslovaquia, Luxemburgo, Malta, Andorra, Mónaco y San Marino. Luego firmaron el Reino Unido, Francia, Portugal, Australia y Canadá. En suma, tres miembros del G7, más de la mitad de los países de la Unión Europea y más de dos tercios de los miembros de la ONU.

La cantidad original mutó en calidad y, por añadidura, instaló un silogismo nuevo: si el Estado Palestino es reclamado por la gran mayoría de los países del mundo, significa que Israel está en el mayor aislamiento de su historia.

Disparo a los pies

Esto no sólo implica amenazas mayores para Israel, sino que revela una paradoja enorme: el Estado Palestino ahora tiene un principio de efectividad.

Al declarar la “guerra total” a Hamás, Netanyahu la definió tácitamente como poder beligerante, reconociendo que gobernaba un territorio poblado y con fuerza militar idónea para atacar o defenderse. En lógica jurídica, reconoció que Gaza era un protoEstado palestino.

Esto corresponde a las tesis de Hans Kelsen, quien en su Teoría general del Derecho y del Estado afirmó que “por el dominio efectivo del gobierno insurgente sobre una parte del territorio y del pueblo del Estado envuelto en la guerra civil, fórmase una entidad que realmente se parece a un Estado”.

Donald Trump ya recogió esa idea. Según el punto 9 de su “Plan de Paz para Gaza”, el territorio debe ser gobernado transitoriamente por “un comité palestino tecnocrático y apolítico” junto a expertos internacionales, encabezado por el propio Trump, quien además lideraría el plan económico de desarrollo.

Tres conclusiones transitorias:

  • Aunque los alegatos en Derecho nunca han dirimido una guerra, sí ayudan a repartir sus despojos.
  • En las guerras prolongadas, muchos no saben para quién combaten.
  • Los israelíes debieran asumir que Netanyahu no califica como promotor del Premio Nobel de la Paz.