El académico de número reflexiona sobre los 50 años del 11 de septiembre de 1973 en una columna en El Líbero.
Está claro que la realidad hemisférica muestra un balance con democracias precarias: un expresidente golpista en los Estados Unidos y, en América Latina, tres dictaduras en forma, más una veintena de expresidentes y exvicepresidentes acusados, procesados y/o condenados por corrupción.
Con ese cuadro a la vista, la tentación antidemocrática suele encarnar en políticos de ocasión o en líderes populistas alérgicos a los consensos, que reemplazan las ideologías de antaño por ideologismos de andar por casa. Por inercia y porque sus estilos se parecen, los periodistas suelen definirlos como “derechistas” o “izquierdistas”. Hoy lo tienen más difícil con el “liberal-libertario” argentino Javier Milei, para quien no hay casillero que valga.
Como correlato, partidos políticos tradicionales -liberales, conservadores, apristas, copeyanos, adecos, democratacristianos, radicales- viven a medio morir saltando y tratan de reciclarse con ofertas electorales a la baja o apoyando candidatos que representan minorías identitarias con lealtades aleatorias. No importa quien gane, esto plantea un problema superlativo: la extrema dificultad -o imposibilidad- para inducir consensos en temas de genuino interés nacional.