El académico de número analiza los niveles de inseguridad históricos y actuales en las democracias de Latinoamérica en su columna de El Líbero.
Los chilenos hemos vivido, últimamente, entre el sicariato político teledirigido, el crimen con jactancia rebelde y el terrorismo clásico.
Todo comenzó en enero con la trágica historia del teniente y exiliado militar venezolano Ronald Ojeda. Una franquicia del Tren de Aragua, organización criminal oriunda de una cárcel venezolana, lo secuestró y asesinó en Santiago. A poco investigar, quedó claro que fue un sicariato con móvil político. Ojeda era un enemigo activo de la dictadura de Nicolás Maduro, sus asesinos ya están en Venezuela y el gobierno chileno inició gestiones para extraditarlos.
Luego, a mediados de abril, delincuentes venezolanos acribillaron al carabinero Emmanuel Sánchez, quien los había sorprendido en delito flagrante. Detenido uno de los presuntos asesinos, se jactó así: “ni la muerte nos detiene y si la muerte nos sorprende, bienvenida sea”. Fue un notable copy and paste de la siguiente frase de Ernesto “Che” Guevara: “en cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea”.
Y eso no es todo. El 27 del mismo mes, día del 97° aniversario de Carabineros de Chile, tres de sus efectivos –Misael Vidal, Sergio Arévalo y Carlos Navarro– fueron emboscados, asesinados y calcinados en la Araucanía. Este crimen, de clara estirpe terrorista, conmocionó al país, fue noticia mundial y bloqueó cualquier nueva tentativa de eufemismo. Nadie habló de “violencia rural”.