El académico de número analiza los efectos de la aplicación del modelo de conocimiento científico-tecnológico en las instituciones de educación superior en una columna de El Mercurio.
Puede parecer una paradoja, pero el hecho es que las universidades se han convertido en el principal motor del proceso que el gran sociólogo alemán Max Weber llamó de racionalización del mundo, para terminar presas, ellas también, de esos mismos intensos procesos. ¿En qué consisten?
En la aplicación del modelo de conocimiento científico-tecnológico a todas las esferas de la sociedad; no sólo a la economía y el desarrollo de las fuerzas productivas. Gradualmente, se hace cargo también de racionalizar el desempeño de las universidades, en función de metas de productividad, relevancia y eficiencia. Si antes las universidades operaban relativamente aisladas de su entorno, concentrándose en la búsqueda y el cultivo de la verdad, hoy son perturbadas por turbulencias externas—de Gaza a las políticas de austeridad—y deben, además, demostrar su utilidad social.
A la universidad racionalizada funcionalmente en términos de fines estatales públicos y de satisfacción de demandas privadas llamamos capitalismo académico. Ya en 1917, el mismo Max Weber observa el comienzo de estos procesos. Advierte que los grandes Institutos de Medicina o de Ciencias de su país estaban convirtiéndose en empresas de capitalismo de Estado. Y concluía: “las ventajas técnicas de esta situación son indudables, como lo son las de toda empresa capitalista y burocratizada”. Sin embargo, reclama, el nuevo espíritu se aleja de la vieja atmósfera histórica de las universidades alemanas.
En efecto, la universidad racionalizada—al punto de convertirse en una organización que se justifica por su rendimiento e impacto—está en las antípodas de aquella institución reflexiva, dedicada exclusivamente a los saberes superiores en un ambiente de libertad y ensimismamiento. Esa atmósfera ha terminado por disiparse. Lo que todavía ayer parecía sólido se desvanece con la inaudita aceleración de la información y el conocimiento.
Actualmente, la racionalización de las universidades se extiende alrededor del mundo, transformando la cultura de estas organizaciones y el ethos del trabajo académico. Su impulso viene de los Estados y sus políticas; de los mercados y sus lógicas competitivas, y de las propias instituciones en su incesante búsqueda de estudiantes, personal, recursos, vinculaciones, reputación académica y prestigio social.
Como consecuencia, las universidades experimentan cuatro tipos de cambios, cada una a su manera: (i) de su gobierno y gestión con el fin de ganar en competitividad y cumplir con los estándares públicamente exigidos; (ii) de sus quehaceres básicos en función de resultados y el mejoramiento continuo; (iii) del trabajo académico para incrementar su efectividad, productividad e impacto; y (iv) de cultura organizacional mediante el uso de mediciones e indicadores y la rendición de cuentas, en respuesta a exigencias de autoevaluación continua y de evaluación externa del rendimiento.
A su vez, estos cambios dan lugar a una serie de nuevas preocupaciones, discusiones e iniciativas, especialmente en el campo de las humanidades, artes y ciencias sociales (HACS), disciplinas que forman parte del alma de la universidad desde su origen.
Por ejemplo, la propuesta discutida recientemente, de si acaso conviene terminar con las becas para nuestras disciplinas por carecer ellas, se dijo, de relevancia para el desarrollo productivo del país, expresa claramente un ideal distópico de universidad. Según este, la misión de la universidad se reduce a lo puramente práctico y técnico, científicamente fundado, sin ningún sentido que trascienda ese horizonte.
Esta visión plantea una serie de cuestionamientos contiguos: cuál es el papel de las ciencias del espíritu en la formación superior y en la vida contemporánea; cómo “medir” su producción e impacto sin matar, precisamente, su espíritu; qué hacer para mantener y profundizar su naturaleza crítica. Estas preguntas son acuciantes, sobre todo en sociedades pluralistas, sin dioses ni profetas, expuestas a múltiples crisis que de preferencia tocan el significado de la vida individual y social.
En otro orden de preocupaciones, el Ministerio de Ciencia ha dado a conocer una “Primera Radiografía de las capacidades en investigación en HACS”. Busca medir y cuantificar el valor de la investigación en estas disciplinas a partir de una revisión de indicadores relativos a la formación de pregrado y posgrado, empleabilidad de los graduados, productividad científica y competitividad internacional. Este enfoque se inscribe claramente en las corrientes de racionalización universitaria antes mencionadas.
Falta, en cambio, una discusión de fondo sobre cómo preservar nuestras disciplinas hacia el futuro; cómo asegurar para ellas una libertad sin condiciones ni cancelaciones, y cómo desarrollar su potencial reflexivo y crítico, imprescindible para llevar adelante su misión en el seno de la sociedad.
La iniciativa “Co-Laboratorios de Ciencias Sociales Para Chile”, lanzada esta semana por la Facultad correspondiente de la UCH, ofrece un positivo ejemplo de una instancia innovadora en este ámbito. Busca crear un ecosistema digital de datos en ciencia abierta que recoja y vuelva accesible—para todo tipo de públicos—el conocimiento disponible y en desarrollo generado por investigadores de estas disciplinas en universidades del país.
Posee tres ejes estructurantes: (i) fomentar la colaboración entre investigadores e instituciones; (ii) énfasis en el trabajo conceptual y la construcción de teorías, y (iii) poner el conocimiento producido a disposición de la academia, la enseñanza, la sociedad civil y la esfera de las políticas públicas.
Sabemos que la ciencia abierta multiplica las oportunidades de acceso, comunicación, uso y aplicación del conocimiento. A su turno, ese ensanchamiento puede servir ya bien para acelerar los procesos de racionalización de las universidades y la sociedad, o bien, para agregar reflexividad y profundidad crítica a la tarea generadora de sentidos de las disciplinas HACS.
En fin, la generalizada racionalización de todas las esferas de la vida e instituciones, incluida la universidad, que hace que todo sea rapidez, productividad, rendimiento, logro útil y calculable, cuando llega a su culminación, plantea con más fuerza que nunca las preguntas del filósofo: “¿para qué?, ¿hacia dónde?, y ¿después qué?”. Son, justamente, las interrogantes en torno a las cuales reflexionan metódicamente las disciplinas que más necesitamos preservar