El académico de número analiza la próxima Convención Constituyente en su columna habitual del diario El Mercurio.
Siempre fue una ingenuidad creer que la Convención Constituyente sería una suerte de academia platónica; un cenáculo donde deliberar sobre el futuro del país. Ofrecía, se dijo, un momento refundacional apto para soñar la nación que queremos ser, dibujar un Estado ideal, echar a volar la imaginación y construir un hogar común. Sus miembros llegarían revestidos del mandato de conversar sin ira ni prejuicio; libres pues de dogmas o intereses que distorsionan el ideal de una comunicación basada exclusivamente en el uso de la razón.
Desde el momento de su gestación, sin embargo, la Convención se aparta de ese cuadro idílico. Nace de la protesta social y de una revuelta antisistema que desafío al Estado con violencia. No contó con la aprobación de las izquierdas radicalizadas y fue rechazada por una parte de la derecha. Es decir, surgió como un camino intermedio entre fuerzas en disputa, en un contexto de crisis y como alternativa frente a una rebelión que buscaba precisamente lo contrario: destruir los poderes establecidos para dar paso a un drástico cambio del régimen político-institucional y del modelo de desarrollo seguido por el país durante las últimas tres décadas.