El académico de número reflexiona sobre la violencia que afecta actualmente a Chile, su control por parte del Estado e impacto en nuestra sociedad en una columna en El Líbero.
Es probable que solo durante los días del estallido social del 18-O, y en las semanas posteriores, la violencia social haya acaparado tanta atención como ocurre actualmente, aunque entonces lo hizo de manera más intensa y dramática.
De hecho, hace rato ya que la (in)seguridad es el principal problema según la percepción de la opinión pública encuestada. La prensa, las pantallas de TV y las redes sociales informan y comentan cotidianamente sobre hechos de violencia en las calles, poblaciones, ciertas zonas urbanas o rurales, hogares, espectáculos masivos, fiestas y ciertos aniversarios, prisiones, colegios (ya se habla normalmente de ‘violencia escolar’, ‘violencia estudiantil’ y de su ‘primera línea’, los ‘mamelucos blancos’), en los estadios (‘barras bravas’), barricadas, ataques a comisarías y regimientos, quema de camiones y maquinaria (macro zona sur) e incendio de buses del transporte público (Región Metropolitana), y en ‘encerronas’, ‘portonazos’ y ‘abordazos’ (robos violentos de vehículos).
Tan omnipresente se ha vuelto la violencia que, luego de incidentes en Rancagua, Cañete y La Serena, donde bomberos fueron atacados o quedaron atrapados entre las balas de bandas enemigas al concurrir a apagar incendios, sus jefes acaban de comunicar que adquirirán chalecos y cascos antibalas para que el personal pueda protegerse y cumplir sus labores. Esto se llama “huir del fuego para caer en las brasas”.
De esta manera, ante los ojos despabilados de la ‘ciudadanía del miedo’, emerge un nuevo escenario de la violencia y el delito, con renovados actores y paisajes, una peculiar geografía de territorios y zonas ocupadas, y el empleo—por parte de los medios de comunicación—de un lenguaje que busca adaptarse a la novedad de los sucesos violentos.