El académico de número reflexiona sobre la confianza de los ciudadanos en el sistema político en Chile en una columna de El Mercurio.
Uno de los mayores absurdos a los que lleva la actual polarización de la política y su comunicación mediática es que vuelve un sinsentido la deliberación pública. Un buen ejemplo de esto es lo que viene ocurriendo desde hace ya más de un año. La oposición alega que el Gobierno no cumple su programa, cuando debiera decir “en buena hora”. Y el Gobierno, que efectivamente cambió de perfil y programa, retruca que solo modificó el uso de los instrumentos, pero no la dirección y los objetivos.
Ambas partes, por tanto, recurren al programa como a un fetiche, del que una abomina y la otra venera. Ambas reclaman fidelidad al programa, una para enrostrarlo al Gobierno y este para demostrar coherencia.
Este juego del absurdo se replica luego frente a cada pieza que se mueve en el tablero de ajedrez de la política. Aprobada que fue la ley corta de isapres, de inmediato la oposición denunció al Gobierno por haber renunciado a su idea programática de suprimirlas. Y el Gobierno, en vez de resaltar que había logrado sortear una grave crisis y producir una solución que fortalece —no se sabe por cuánto tiempo— la provisión mixta de salud, sale al foro público explicando que “aquí no hubo perdonazo”, buscando apaciguar a sus sectores radicales.