El académico de número analiza la respuesta de la política chilena a las elecciones en Venezuela en una columna de El Líbero.
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La Venezuela de Maduro vuelve a mostrarnos lo difícil que resulta sostener en Chile una conversación fructífera en asuntos políticos. Esto, a pesar de existir un acuerdo amplio, con pocas excepciones, respecto de dos cuestiones fundamentales.
Por un lado, el calamitoso estado de la sociedad, la economía y la cultura del país de Bolívar. Según la Cepal, la contracción del PIB, que se extendió por ocho años (2014-2021) significó una pérdida acumulada del 75% del PIB. Tres cuartas partes del producto se destruyeron. En junio de 2023, el sueldo mínimo equivalía a 42 dólares mensuales al tipo de cambio oficial. De acuerdo con las cifras del Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales de la Universidad Católica Andrés Bello, la tasa de pobreza extrema se situó en 2023 en 50,5% y la pobreza total en 82,8%.
Por otro lado, el carácter no-democrático de su régimen político. En cuanto a la realidad de los derechos de las personas, según Human Rights Watch, “Los venezolanos continúan sufriendo represión y las consecuencias de la crisis humanitaria. Hay más de 270 presos políticos (de más de 15.800 personas que han sido objeto de detenciones por motivos político desde 2014). Cerca de 19 millones de personas requieren ayuda humanitaria al no poder acceder a atención en salud y nutrición adecuada. Más de 7,7 millones de venezolanos han huido del país, generando una de las mayores crisis migratorias del mundo”. No hay Estado de derecho, separación de poderes y trato digno de las personas. Como señala el mismo informe citado: “Las autoridades persiguen, procesan penalmente y encarcelan a trabajadores sindicales, periodistas y defensores de derechos humanos, restringiendo el espacio cívico. Entre los problemas que persisten se incluyen falta de protección de pueblos indígenas; de personas lesbianas, gays, bisexuales y transexuales (LGBT); y de los derechos de mujeres y niñas”.