El académico de número analiza la violencia escolar generada en los liceos emblemáticos de la de la Región Metropolitana en una columna de El Líbero.
Gradualmente, sin aparente ruptura de continuidad, viene extendiéndose en la sociedad chilena el temor a la violencia. Y, junto con él, la sensación de que los aparatos encargados de nuestra seguridad -Estado, policías, fiscalía, jueces pero también familias, vecindarios, municipios, escuelas, medios de comunicación- están desbordados. Desde febrero del presente año, la delincuencia, el orden público y el narcotráfico son señalados como el área al que el gobierno debería dedicar la mayor preocupación. A fines de octubre pasado, Cadem informaba que del total de menciones declaradas en su encuesta semanal, un 61% así se pronuncia, seguido de lejos por la economía/inflación (35%) y la salud (27%).
Existe, además, la generalizada percepción de que estamos frente a nuevos tipos de violencia en cuanto a su agresividad, diversidad, intensidad, complejidad y organización. De hecho, por primera vez ha empezado a emplearse regularmente la designación «crimen organizado» por las autoridades y medios de comunicación. Se habla de narcotraficantes, mafias, bandas, pandillas, grupos, trata de personas, tráfico de migrantes; en fin, asociaciones ilícitas cuyas formas de acción son múltiples, así como también la variedad de delitos que cometen.
Entre estos el más usual es, precisamente, el delito de asociación ilícita, cuya pena oscila entre 61 días y veinte años de prisión. Otros delitos vinculados son: lavado de dinero, tráfico de drogas, tráfico de armas, trata de personas, secuestro y sustracción de menores, violación de la Ley de Mercado de Valores, terrorismo, porte o tenencia ilegal de armas, tráfico ilícito de migrantes, corrupción pública, colocación de artefactos explosivos, incendio terrorista, trata para fines de trabajo forzado, esclavitud, servidumbre o prácticas análogas.