El académico de número explica uno de los propósitos fundamentales de la educación en su columna de El Mercurio.
Entre los propósitos de la educación, tal vez el más difícil de entender y alcanzar es aquel que suele designarse como enseñar y aprender a ser. Forma parte, recordarán ustedes, del famoso informe de la Unesco “La educación encierra un tesoro”, publicado a fines del siglo XX.
Y a las puertas de un nuevo siglo que, según una difundida percepción, trae consigo un cambio de época. El propio informe se anunciaba “en los albores de un nuevo siglo ante cuya perspectiva la angustia se enfrenta con la esperanza”.
Para ingresar al futuro, proclamaba que la educación debía levantarse sobre cuatro pilares: aprender a conocer, a hacer, a convivir y a ser. Es decir, adquirir los instrumentos necesarios para una comprensión del mundo, influir a través de la acción sobre él, participar y cooperar con los demás y desarrollarse cada cual como persona. Es este último aspecto el que aquí interesa.
Aprender a ser, se decía allí, tenía que ver con el desarrollo integral de cada persona: cuerpo y mente, inteligencia, sensibilidad, sentido estético, responsabilidad individual, espiritualidad. Equivalía a dotarse de un pensamiento autónomo y crítico, y de elaborar juicios propios para hacer sentido de sí mismo y de las circunstancias a su alrededor.