El académico de número analiza el debate político en torno a la conmemoración de los 50 años del “golpe de Estado” de 1973 en su columna de El Mercurio.
De aquí al 11, el debate político se centrará cada vez más en los 50 años. La ola trae de todo: sectarismo, consignas, descalificaciones espurias, la aparición de estupendos libros (el de Daniel Mansuy es un imperdible) y testimonios de dolor y de heroísmo.
Hay aceptación generalizada de que el debate tiene dos límites: el de condenar la violación a los derechos humanos y la afirmación de que nunca es legítimo interrumpir la democracia mediante la fuerza. Yo quisiera que se instalara un tercero: la conciencia de tragedia. Esperaría que luego del intenso y justificado debate y del dolor de tantas vidas tronchadas que volverán a hacerse presentes, quedara, como sedimento, en la memoria colectiva que vivimos una desgracia colectiva de proporciones. Ojalá quienes sostengan, con no pocos argumentos, que lo vivido por la Unidad Popular fue una derrota en manos sediciosas, y aquellos que hagan ver, con no pocas razones, que lo sufrido por ese gobierno fue su propio fracaso puedan convenir que, en cualquier caso, vivimos una enorme tragedia.
Nada podemos hacer por remediar ese pasado, marginalmente aliviar algunos de los más intensos dolores que provocó. Sí podemos aprender de él. Entre sus lecciones; entre las causas de esa tragedia, dos parecen particularmente atingentes a la hora actual. La primera es que los gobiernos provocan no poca odiosidad y crispación cuando intentan y no logran llevar a cabo un programa que no reúne tras de sí a una mayoría social y política. La segunda es que la intransigencia es el peor veneno que anida en los órganos del Estado.