El académico de número se refiere a los casos de corrupción en el Poder Judicial en una columna de El Mercurio.
El Poder Judicial chileno gozó de fama de probo durante buena parte del siglo XX. Sus jueces vivían con sobriedad y hacían poco ruido. Lo más oscuro estaba en la justicia penal, enquistado en algunos empleados, en quienes los jueces no podían sino delegar tareas vitales.
Durante la dictadura, la Corte Suprema (CS) (más que el resto de la judicatura) entró en un acelerado proceso de corrupción. Abogados ligados al poder otorgaban favores, generalmente colocación de parientes y amigos de los jueces en cargos bien remunerados y eran recompensados con sentencias favorables. A poco andar, algunos ministros de la CS recibían dinero por fallar en determinada forma y el litigio, en esa sede, se desarrollaba más en pasillos, audiencias privadas y en comidas que en estrados. La práctica se mantuvo los primeros años de democracia.
Salimos de aquel desquicio: los remedios fueron dos acusaciones constitucionales, una aprobada y otra rechazada solo por un voto, que instaló la sensación de que parte de la derecha no estaba dispuesta a seguir tolerando la venalidad para mantener la sintonía ideológica de la que gozaba con la CS. Esa transversalidad política logró hacer la mitad del camino. El segundo generador del cambio fue la renovación de la Suprema, a mediados de los 90.