En su columna de El Mercurio, el académico de número propone una reforma profunda de la política y del Estado con el fin de frenar el avance de la intolerancia y el populismo.
Por estos días, sectores de Santiago han sido tapizados con afiches que claman por un Chile sin comunistas (Chile 5munistas es su texto). No dicen sin comunismo, sino libre de personas que adhieran a esa ideología. ¿Es que ha llegado la hora en que sectores de extrema derecha arrebaten el monopolio que ostentaban grupos anarquistas y de extrema izquierda de amenazar públicamente con acallar o eliminar a sus oponentes? ¿Hay ambiente de mesianismo, intransigencia e intolerancia en cierta derecha, como lo hubo en cierta izquierda para que brote también allí el discurso de odio?
El clima de opinión pública parece más alejado que nunca de reyertas ideológicas. Mayorías oscilan de un extremo a otro del espectro político en cosa de meses, buscando solución a sus concretos problemas, sin importarles el color del gato que sea capaz de cazar los ratones que las fastidian. Las demandas ciudadanas se concentran en cuatro o cinco tópicos y el abanico de soluciones que se ofrecen para ellos tampoco es muy amplio. Los proyectos políticos que se disputan el poder no presentan grietas. Ello pareciera indicar un clima de consenso; pero la retórica, esta vez del extremo derecho, se hace cada vez más arrogante y virulenta.
Es que la existencia de un ambiente desideologizado y pragmático, que reconoce como prioritarios los mismos problemas, no es lo mismo que un clima tolerante. Esa ciudadanía desideologizada está, a la vez, desconfiada y fastidiada con lo que la política le ha ofrecido hasta aquí (allí radica la fuerza de Kast), y no parece tener paciencia para debates técnicos acerca de los mejores medios para abatir el crimen, mejorar las listas de espera, reactivar la economía o evitar la migración ilegal (he ahí la debilidad de Matthei).