El académico de número analiza las iniciativas sobre seguridad discutidas en el Congreso en su columna de El Mercurio.
En medio de los tiempos más violentos que ha vivido el país, da alguna esperanza que las noticias vayan girando desde los hechos de delincuencia al cómo le hacemos para abatirla; desde los hechos criminales que nos han estremecido por alevosos, audaces y crueles, a la agenda de seguridad. La mala noticia es que esa agenda no es muy alentadora.
Primero, porque en el debate político de este tema también predominan los argumentos emotivos por sobre los racionales, la descalificación por sobre las razones y la consigna por sobre la reflexión. Ocurrió en la Ley Naín-Retamal y ya ocurre en el debate de las Reglas sobre el Uso de la Fuerza (RUF). Las fuerzas políticas no terminan de entender que si enfrentamos bien este problema y logramos disminuirlo, igual nos acompañará, al menos, por los próximos diez años. En consecuencia, cualquiera que aspire a llegar al Gobierno lo heredará. Por ello, quienes en este tema se concentren en debilitar políticamente al gobierno de turno, acusándolo de incapaz, para luego prometer seguridad en la próxima campaña, comerán pan hoy y pasarán hambre mañana, cuando la guitarra quede en sus manos.
Pero la reyerta política no sería preocupante si se estuvieran discutiendo y aprobando políticas públicas que atacaran la raíz del problema. Aunque ellas contuvieran errores, la carga podría irse arreglando en el camino. El problema mayor es que el debate político se queda en medidas emotivamente intensas, pero marginales en su incidencia en los niveles de violencia que alarman a la población.
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