El Presidente del Instituto de Chile reflexiona sobre la historia política de Argentina en una columna de El Mercurio.
El número entre paréntesis se debe a que el 21 de diciembre del 2001 empleé el mismo título para una columna en otra sección del diario, con ocasión de la crisis del Corralito, que derrumbó la presidencia de Fernando de la Rúa e hizo aparecer el “que se vayan todos” (por supuesto que no fue así; no podía ser). La gravedad del momento presente no puede compararse con la de hace dos décadas. En cambio, miradas las cosas en contexto, parecen dos puntos de un trágico derrotero.
Para nosotros, la situación de nuestro importante vecino posee una connotación especial, casi igual a la latinoamericana. Se trata del simbolismo que posee el país trasandino como hechura de civilización de esta América y su respuesta a los desafíos de la modernidad. Porque hace 100 años, si de algún país de la región podía decirse que se encaminaba a ser un paradigma de nuestra era —como, por ejemplo, Australia lo ha llegado ser—, se trataba de Argentina. No fue el caso, y es de preguntarse si su trayectoria no constituye una alegoría del fracaso latinoamericano en constituir repúblicas modelo, que puedan ser citadas como un buen ejemplo de civilización moderna. Se trata de una realidad que a los latinoamericanos no nos agrada ni siquiera pensar, y que sin embargo deberíamos mirarla de frente. Sería una refrescante ducha de agua fría. Entre historiadores y analistas en general, existe desde hace mucho un vivo debate sobre lo que originó los problemas de este país que en un momento era tan prometedor.