En una columna de El Mercurio, el académico de número plantea que el golpe no fue un destino inevitable, sino el resultado de decisiones, omisiones y la falta de voluntad política en distintos sectores.
“Era necesario, no había otra alternativa. Si no, nos íbamos derechito a Cuba”, señaló horas atrás la candidata de Chile Vamos, Evelyn Matthei, refiriéndose al golpe militar de 1973. Y añadió: “Probablemente, era bien inevitable que hubiese muertos al principio, en 1973 y 1974”. Ardió Troya, como era de prever.
La cuestión de la inevitabilidad de este acontecimiento ha sido discutida hasta el cansancio. Patricio Aylwin nunca aceptó esa fatalidad. Hasta el final de sus días sostuvo que “la democracia habría podido salvarse”. Creía que existió un margen para evitar el quiebre institucional, y que ese margen —aunque exigía enormes concesiones— estuvo disponible hasta el último momento.
Lo dijo en sus memorias póstumas, sin buscar justificarse ni endosar culpas. Confesó haber intentado una salida pactada, pero no haber tenido la fuerza suficiente para revertir “ese proceso de fatalidad que se nos vino encima”. Fue Allende, a su juicio, quien tenía el deber —y la posibilidad— de hacerlo. Y no lo consiguió.
La historia de aquellos intentos, casi olvidada entre los relatos más polarizados, muestra que hubo alternativas. Entre julio y agosto de 1973, Aylwin, entonces presidente de la Democracia Cristiana, aceptó reunirse con Allende, aun sabiendo que muchos en su partido ya daban por inevitable el Golpe y rechazaban cualquier entendimiento con el gobierno. “Acepto como católico”, le respondió al cardenal Silva Henríquez, quien le hizo la petición.