El académico de número reflexiona sobre la dirección del Consejo Constitucional en su columna en el diario El Mercurio.
Pasada la catarsis de los 50 años, parecía el momento de aspirar profundo, mirar desde lo alto, relegar lo pasajero, hallar las hebras a partir de las cuales es posible hilvanar un destino compartido. El Consejo Constitucional es el espacio óptimo para ello, pero hasta ahora no apunta en esta dirección
Concordemos en que la modernización capitalista de Chile permitió gigantescos logros en el plano de la prosperidad y libertad económicas. Al mismo tiempo, ella pulverizó, en un plazo extremadamente breve, las fuentes de cohesión social propias de una sociedad católica, jerárquica, tradicional. Prueba de ello ha sido la aguda contracción del sentimiento religioso, así como el desfondamiento de la Iglesia católica como agente de integración y justicia social. Las familias convencionales se volvieron una rareza, con lo que se marchita una valiosa escuela de continuidad, disciplina y solidaridad. Los partidos políticos, como los sindicatos, perdieron su vitalidad comunitaria y se transformaron en maquinarias electorales y aparatos transaccionales. La propia idea de Nación es desafiada por identidades étnicas y de otra índole que no se sienten cómodas bajo su ropaje.
Los modernizadores no se alarmaron ante esa deriva. Al revés: la aplaudieron como un paso necesario para dejar atrás una sociedad basada en las redes estatales y familiares y desatar el individualismo y la “destrucción creativa”, que son la chispa del capitalismo. Era comprensible. En su mayoría eran economistas que habían vuelto de sus estudios en Estados Unidos, fascinados con el espíritu protestante al que aludiera Max Weber: la ética del trabajo duro, la asociación del éxito individual con la gracia divina y la salvación, la valoración de la acumulación de riqueza y de su reinversión en nuevas empresas o negocios. Sobre estos valores, pensaron los modernizadores, habría de fundarse el nuevo Chile.