El académico de número reflexiona sobre el acuerdo en la reforma de pensiones en una columna de El Mercurio.
El acuerdo en ciernes sobre la reforma del sistema de pensiones ha sido observado y debatido desde los más diversos puntos de vista. En lo social, se ha ponderado la ayuda que representa para los jubilados y su impacto sobre el mercado laboral. En lo económico, sus efectos sobre la estabilidad fiscal, el mercado de capitales y la inversión. En lo político, su contribución a la legitimación de la democracia y su eventual capitalización por las fuerzas de gobierno y oposición. Pero esto se queda corto: el acuerdo es un artefacto cultural de gran calado que bien podría erguirse en el ícono de un nuevo ciclo, donde las diferencias se encaren con fraternidad.
Se trata, de partida, de una novedad: hacía mucho tiempo que no se alcanzaba un entendimiento político-técnico de esta envergadura, y es una total excepción en un mundo en que se imponen la polarización y el matonaje. Si fructifica, será sobreponiéndose a reglas que favorecen la fragmentación política y el statu quo, lo que lo hace aún más meritorio: demuestra de paso que no hay barreras institucionales que puedan detener una seria voluntad de convergencia de los actores políticos.