El académico de número reflexiona sobre la situación política actual que vive el país sudamericano en su columna de La Tercera.
Conocí Caracas cuando corría el año 1965, estaba yo en la baja adolescencia y de Venezuela conocía los nombres de la edad escolar, Bolívar, Miranda y nuestro Andrés Bello. Era un lector precoz de Rómulo Gallegos, pero no alcanzaba a tener una imagen de cómo lucía Venezuela. Me impresionó mucho.
Para un chileno acostumbrado a un país modesto, austero, con más citronetas que grandes autos americanos e infraestructuras que se modificaban muy lentamente llegar a esa ciudad era como estar en vivo en una película de Hollywood.
Eran años de gran crecimiento económico para Venezuela, Caracas lucía carreteras urbanas en altura que se cruzaban de manera caprichosa. El centro histórico parecía ser el único lugar caminable.
En esos años, Venezuela producía 2.7 millones de barriles de petróleo por día, se crecía a 5 % ó 6% anual, el desempleo era bajo y se invertía mucho en construcciones y servicios públicos, se intentaba diversificar la industria con algún éxito y las infraestructuras mejoraban a ojos vista. Claro, la vieja marca de la desigualdad y la pobreza latinoamericana seguía existiendo, morigerada apenas por la bonanza y contrastaba con la abundancia existente.