El académico de número analiza el resultado del plebiscito del pasado 4 de septiembre en su columna de La Tercera.
El sábado 3 de septiembre fue un día extraño, calmo y nervioso a la vez, a fin de cuentas, el plebiscito del domingo pasado no era algo banal. Aun cuando no ponía un punto final a nuestro camino constitucional, era un hito cristalizador de tres años irritados y revueltos, donde el ritmo sereno de nuestra convivencia se había perdido.
Desde octubre del año 2019 se había roto una cierta normalidad en el procesamiento de la conflictualidad propia de una democracia. Después de 20 años de impulso propulsivo con resultados bastante más buenos que malos para Chile, en los últimos 10 años las cosas habían desmejorado lentamente y había comenzado a desarrollarse una convivencia áspera y agria.
Los logros alcanzados parecían pocos, la paz social algo aburrida, los enojos se habían vuelto desmesurados, todo se volvió sospechoso y la desconfianza aumentó. Las adhesiones a identidades reales o doctrinarias se manifestaron con una expresividad agresiva, florecieron las posiciones radicales intratables en sus principios y enemigas de los compromisos.
Surgió una violencia vandálica que las buenas almas no compartían, pero comprendían. Se realizaron manifestaciones sociales enormes de quienes habían mejorado sus vidas, pero que se sentían todavía muy lejos de la tierra prometida. La percepción de abusos, muchos reales y algunos menos, se volvió retroactiva y la vida cambió en Chile.