El académico llama a concretar un acuerdo político en materia de seguridad pública en su columna de El Mercurio.
El alevoso asesinato de tres carabineros en Arauco produjo, el fin de semana pasado, un acuerdo amplio: era urgente avanzar raudamente en la agenda de seguridad. Dada la necesidad de dar una señal contundente, y descartado (por ahora) el estado de sitio, todos parecieron concordar en lo siguiente: despachar lo antes posible las Reglas de Uso de la Fuerza (RUF). Frente a una agresión de esa naturaleza, el Estado estaba obligado a dar un mensaje de prestancia, tanto de cara a los homicidas como a los propios carabineros.
Sin embargo, debe decirse que el sentimiento de unanimidad fue poco más que un espejismo: se esfumó al poco andar. En efecto, la discusión ha sido —por decir lo menos— trabada y llena de vericuetos incomprensibles para el ciudadano de a pie. El resultado es que la señal se difuminó. Mal que nos pese, no hemos sido capaces de dar una respuesta clara frente al atentado y la violencia. Confluyen acá muchos factores, pero una causa está en el centro de la dificultad, y explica los vaivenes de los últimos días (y años): tenemos discrepancias profundas respecto del uso de la fuerza, y esas discrepancias producen consecuencias sistémicas en muchos planos. Es más, no saldremos del embrollo mientras no superemos ese desacuerdo.