El académico de número reflexiona sobre el legado artístico del director de cine en su columna de El Mercurio.
“Es un hermoso día, con sol y algo de nubes, cielo sureño y los volcanes siempre ahí, serenos, imponentes, pero también inquietantes…”. Este podría ser uno de los partes meteorológicos que solía hacer David Lynch en internet y que ya no podrá escribir de nuevo, porque la muerte lo ha pasado a buscar, para ocultarlo, quizás, detrás de una cortina roja —como la de algunas escenas de sus películas—, ahí donde se esconden nuestros sueños y pesadillas, el inconsciente que es tal vez la verdadera realidad y que Lynch exploró como ningún otro director de cine contemporáneo, hasta extraviarse en él.
Lynch nos acostumbró a que la frontera entre el mundo de los sueños y el real es muy porosa. No podemos sino guardarle gratitud al que en la década de los 80 subvirtió la televisión, hasta entonces una caja alienante de las masas, con la serie “Twin Peaks”, que, con la música hipnótica de Angelo Badalamenti, nos trasladaba a un pueblo del Estados Unidos profundo en donde había sido asesinada una muchacha, Laura Palmer, y en la que una trama policial se convertía de pronto en una historia casi metafísica. “¿Quién mató a Laura Palmer?”: esa pregunta cambió la vida de millones de telespectadores. Cuántas veces corrí para no llegar tarde a ver la serie que no llevaba a ninguna parte, salvo al mundo de la extrañeza radical.