El académico de número analiza la carrera del músico australiano en su columna de El Mercurio.
Mi amigo Ítalo Tai me envía un artículo sobre el último álbum del músico inglés Nick Cave, “Wild God” (“Dios salvaje”), que se titula: “Nick Cave se alza como el último creyente de la belleza en el arte”. Ítalo es de los espíritus refinados que ha persistido en llevar la poesía y la belleza a la danza, en tiempos en que tantos se solazan en la fealdad, el abajismo y el cinismo. Lo que nos está corroyendo por dentro, lo que está devastando nuestra civilización para dejarnos a merced del sinsentido y el hastío. Cuando el talento, el genio artístico, es colocado al servicio de ese nihilismo es porque lo que debiera ser la última reserva del espíritu (el arte y la creación estética) se ha agotado. Es cuando ya nadie defiende y protege a la belleza o al bien.
Nick Cave es un músico de estilo lírico oscuro y reflexivo, que parece ya haber llegado al fondo del abismo y que desde ahí nos dice que hay que apostar por la luz y la Belleza, esa que según el personaje de Dostoyevski, el Príncipe Mishkin, es la única que puede salvar al mundo. Esto dice el título del artículo sobre Cave. Pareciera que Cave está solo en esta cruzada, pero intuyo que es uno de muchos artistas huérfanos que ya hicieron el descenso y no están disponibles para seguir poniendo su arte al servicio de la oscuridad. El arte se ha revolcado ya lo suficiente en esa oscuridad. Cave perdió a dos de sus hijos, uno en el 2015, otro en el 2022. Uno por sobredosis de heroína, algo que ya hemos escuchado demasiado en este último tiempo: ¡Cuántos jóvenes aniquilados por la droga o la depresión en la sociedad de la abundancia y el hastío!